Había nacido exclusivamente para tocar Blues en los intermedios de los recitales de la mujer a la que amaba, que, por fortuna para él, ella lo amaba de vuelta, más que nada en toda su vida, incluso, más que tocar la guitarra clásica. Y estamos hablando de algo cañón, eh. Esta mujer no era cualquier guitarrista clásica. ¡Imagínense! Desde los cuatro años ya tocaba la guitarra, a los siete ya había dado su primer concierto y a los once ya andaba en giras internacionales por gran parte de Europa. Toda su vida estudiando guitarra. Era lo mejor que le había pasado hasta que conoció a Bruno.
Él andaba en Europa, uno de esos viajes de mochilazo, porque no llevaba muchas cosas, sólo su guitarra ropa, y la tarjeta de crédito donde le depositaban sus padres, eso, claro, porque había cumplido con su promesa de no tronar ninguna materia en toda la preparatoria. Trabajo le costó, al güey, pero lo logró, y ahora lo disfrutaba. Como papi y mami eran bastante adinerados, Bruno se la pasaba de lujo en ese viaje.
No era muy ostentoso, simplemente se daba sus buenas tres comidas al día, dormía en lugares decentes y viajaba. En un recital de Ana Mailovic, aunque no era gran conocedor ni amante de la guitarra clásica, no había lugar a dudas para ponerle peros al virtuosismo de Ana, y sólo hacían falta ojos y un noble corazón para notar su belleza. Bruno lo notó.
Salió del concierto y en las faldas del teatro se puso a tocar un bluesecito algo prendidón, ya que el concierto lo puso en humor porque lo que Ana tocaba no era muy prendido. Por supuesto que no, pensaba Bruno, yo no vine aquí a escuchar algo prendidón, pero ahora que tengo ganas, puedo tocarlo. Y así la gente se reunía alrededor de él, porque no era malo, el Bruno, era bastante bueno. Tons la banda se reunía alrededor, unos le aplaudían y otros, ya saben, los beatos-apretados-clásicos-aburridos ponían cara de fuchi, algunos hasta lo insultaban porque creían que con esa música chafa denigraban lo que Ana acababa de hacer.
Entonces sucedió lo inesperado. Ana Mailovic salió por la misma puerta por la que salía el público y escuchó lo que tocaba Bruno... chan chan chaaaaan. Como es una historia de amor, se puede anticipar que se iba a enamorar de Bruno por el blues tan machín chicharrín que tocaba, pero no. Ana no era tan beata-apretada-clásica-aburrida, pero definitivamente aborrecía el Blues. No se sabe por qué fue a ver a Bruno tocando Blues, ya que ella lo aborrecía. Azares del destino, dirán. Crueldades de la vida y del amor, oh, porque aparte del amor que se profesan, había una gran cantidad de crueldad en su relación. Cuando vayamos al recital verán por qué.
Ahora, vámonos ya, que llegamos tarde.
Salieron de casa de Gaspar y se subieron al bocho de Clemente, iban algo apurados. Tan pronto entraron al bocho y cerraron las puertas, Clemente expresó su ansia.
- No, ahora nos cuentas.
- Se arruina la sorpresa.
- ¡Cuenta!, Rigoberto, no seas ojeis. – ladró Gaspar.
- Bueno, lo que me dijo el Minols es que a Ana le caga el Blues, y pues, imagínense cómo se pone cuando Bruno sale a tocar en el intermedio. Lo natural es que se ponga tan furiosa, y llame a los de seguridad para que se lleven a Bruno tan pronto se ponga a tocar ¿no? Pero sucede que Bruno se la trae acá, cortita, que la morra está tan enamorada de él que sólo se enoja y se va, y dice que ya no va a salir. Osea, siempre anda esperando que Bruno la deje tocar todo el recital sin hacer su desmadre, como si fuera una prueba de amor, aunque amor no les falta a ninguno de los dos.
“El caso es que Ana les dice al staff y al equipo de seguridad que es posible que Bruno haga de las suyas, pero que no intervengan, que eso es entre ella y él.”
- A chinga.
- En serio.
- Esas son viejas. – admiró Gaspar. – Viejas de a de veras.
- Así es. Pero por ser una vieja de a de veras le va medio mal. Resulta que en cada concierto, Gaspar sale a tocar su Bluecesito en plena presentación, ni siquiera le deja acabar una rola. Pero hasta eso, buena onda, sale como acompañando la melodía que toca Ana, la acompaña con Blues, claro. Le pone uno que otro arreglo por aquí y por allá. Luego se vuelve como un duelo de guitarras. Ana quiere callarlo y demostrar su supremacía, pero entre más toca cosas acá, de puro virtuosismo, el Bruno contesta suave, gandallón. Ana se encabrona, pone jeta se va y dice que ya no va a salir a tocar la segunda parte, que mejor la toque Bruno, pero luego Bruno entra en razón y cuando los beatos-clásicos-aburridos-apretados a quienes les caga el Blues y ven el espectáculo intermedio de Bruno como un insulto, le gritan de cosas, chiflan y la fregada. Entonces el Bruno les dice, calma, banda, no hay tos, ahorita voy por mi vieja y por ésta que acaba de tocar el concierto.
“Todos se quedan acá, de las de: ah cabrón. Pero Bruno, efectivamente, sale del escenario va por Ana, le grita de chingaderas, que acabes con lo que comienzas, pinche vieja amarguetas, que esto no se le hace al público, que no sea mamona, ¿a, que te me pones muy al tiro? Pus toma. Le pega un moquetazo, se la besanguea y Ana sale a tocar otra vez. A veces, se nota el maquillaje para cubrir moretones.”
- No seas mamón, pinche Rigoberto. – dijo Clemente, entre carcajadas.
- Es verdad, güey. Ella misma me lo contó.
Los otros dos no paraban de reírse.
- Bueno, vamos a creerte, pero si no, ¿nos invitas la cena? – apostó Gaspar.
- Va.
- Ps va.
Clemente manejaba el bocho a toda velocidad, con todo y que ir con prisas era algo de lo que más le disgustaba en la vida. Rigoberto, de copiloto iba tarareando rolas de Iron Maiden y Gaspar iba atrás, molestando y escuchando su mp3.
- ¿Para qué traes los audífonos, mamón? – regañó Clemente.
- Por si me aburro.
- Ay... no mames, pinche Gaspar.
- Güey, creeme que vale la pena escuchar toditito el concierto, aunque te aburras de momentos. – agregó Rigoberto.
- ¿Por lo del tal Bruno? – inquirió Clemente.
- Sí, por lo de Bruno.
- Y, ¿estás seguro de que va a salir?
- Casi seguro, es de esas leyendas urbanas que suenan tan, pero tan mamonas, que deben ser ciertas. Ahora, si es que nos aburrimos porque somos de gustos nada refinados y en verdad somos unos incultos en cuanto a la música clásica, eso último lo doy casi por hecho, lo del aburrimiento quién sabe. Pero en caso de aburrirnos, van a ver que el Bruno nos va a alivianar. Nomás que tienes que apurarte para no llegar tarde y escuchar todo el concierto.
Ya iban llegando pero faltaban escasos dos minutos para estacionarse. Había un espacio allá enfrente, justo pasando el semáforo. El lugar era excelente pues estaba cerquísima del Museo de las Aves (ahí se iba a dar el concierto). La desgracia cayó en ellos, pues justo cuando estaban por pasar el semáforo, éste se puso en verde.
- Mierda. – dijo Clemente.
- No, qué mierda ni qué madres. Tendrás que hacer una chilangada. – ladeó Rigoberto.
- ¿Qué?
- Dale en reversa por esta calle.
- No mames, pinche Rigoberto. – tronó Gaspar. – No le hagas caso, güey, hay una caseta de policías justo en esta esquina.
- No, Rigoberto, ora si que te pasaste, no se puede.
- ¿Cómo no, cabrón? Sí se logra. Si te sale un coche, te vas por la banqueta.
Ahora. Nadie sabe por qué lo hizo, aún no tiene respuesta para la pregunta ¿por qué lo hiciste? No se atreve a decir siquiera, que se le hizo fácil, porque fácil no fue, eso asegura. Las razones permanecen un misterio, pero los hechos hablan. Clemente aceleró, quemando llanta y le dio en sentido contrario por la calle que corre a un lado de la Iglesia que tiene en frente el Museo de las Aves.
El policía salió corriendo de la caseta. Gaspar gritó desesperado. Clemente se puso nervioso. Rigoberto andaba eufórico. El policía gritó algo. Los tres jóvenes voltearon a ver al poli. ¡Chingas! Chocaron.
- ¿Están bien? – preguntó Clemente.
- No mams, qué mal pedo. – se quejó Gaspar, como pensando en voz alta.
- No hay tiempo de averiguarlo, corran al museo no nos agarra el poli.
Rigoberto ya estaba afuera para cuando había dicho esas palabras. Clemente se bajó por su lado, mirando con preocupación al poli corriendo, de buenas que está gordo, así no nos alcanza. Rigoberto detenía la puerta para que Gaspar saliera sin más problemas. Estando los tres afuera, echaron a correr a pesar de que el poli les gritaba que se detengan. Cuando el poli llegó al bocho, los chavos ya estaban dándole la vuelta a la cuadra, no había posibilidades de alcanzarlos, en lugar de seguir con la persecución se quedó a arreglar el asunto del coche chocado, a bloquear la calle y llamar a la grúa.
Después de perder al poli, los tres entraron al Museo de las Aves y se perdieron entre el público, llegaron justo a tiempo para ver el comienzo.
Gaspar se estaba durmiendo, Rigoberto buscaba con qué entretenerse y Clemente, por más que intentaba no encontraba ese filin que le provocaba cierta música que le gustaba en todo el virtuosismo desplegado por Ana Mailovic. Acabó la primera parte, ahora seguía el intermedio. El sonido local anunció la primera llamada. Ana salía del escenario entre aplausos. Comenzaron a subir de volumen los murmuros de la gente. Los tres jóvenes locuaces andaban bien atentos, prestos a cualquier sonidito. De pronto escucharon un tiriliririlirirlinnnnnn, eran cadenas arrastrándose a compás de unos pasos. ¿Podría ser?
Entonces se escuchó un pequeño “pac” como cuando el metal truena. Luego se escuchó otro sonido de metal, un “trrrriiiiuuuunnnngggg” sonido característico de una guitarra, tejana, cuerdas de metal, el sonido de cuando la rasguean hacia arriba. Entonces salió Bruno. Caminaba muy lento, cabizbajo, con una guitarra tejana, azul, preciosa, melancólica. Ya estaba tocando, tenía un ritmo muy suave, muchos bends y notas largas. Clemente luego, luego identificó ese sentimiento de añorar algo, cada quien pensaba en sus pasados memorables, cada quien. Mucha gente se apuró en salir del recinto, otros tomaron asiento. Hubo una viejita, que sacó un pañuelo para enjuagar sus lágrimas. Denso.
Un remolino distante que va tomando forma frente a ti, en las esquirlas que levantan la arena se ve el reflejo de una luna que no sonríe, que alimenta al mar y su inmensidad. Una vez más se burlan de tu pequeñez, pero no es tanto una burla, es simplemente un hecho, una aclaración lógica de una verdad irremediable, irrebatible. Caminas como si embrujado, la música te llama, el paso del oleaje que se lleva tantas cositas pequeñas que encuentra en la arena, quieres que te lleve junto con ellas. No promete nada, lo disuelve todo, el mundo queda atrás y entonces te das cuenta que caminas sobre las estrellas, a cada paso, una onda se expande a tu alrededor, las ondas comienzan a chocar unas con otras y entre choques sacan destellos de luz, vivos colores se enlazan en un tremendo baile. El ritmo sube, el viento sopla más fuerte, la melancolía se convierte en una cascada fugaz de emoción. Prende tu mente.
Acaba la canción.
- Wow. – exclamó Rigoberto.
- Me dejé ir, me llevó la rola. – dijo Gaspar.
- ¿Y a dónde llegaste? – preguntó Clemente.
- Sepa. – obtuvo por respuesta.
- Yo también. – añadió.
- Tú también ¿qué? – preguntó Gaspar.
- Fui a Sepa.
Bruno acabó su canción y se retiró, nadie aplaudió, nadie dijo nada. Unos estaban enojados, otros estaban pasmados, otros como que no agarraban la onda, no se la esperaban. Volvió a salir Ana Mailovic. Entre aplausos se sentó, colocó su guitarra. Todos esperaban que dijera algo de lo que acababa de pasar, que quién era ese, o por qué lo dejaban tocar asi, pero Ana simplemente dijo las piezas que seguirían en su repertorio.
Y el concierto siguió como siguen los pájaros volando hacia clima más agradable, dejando el frío del desconcierto atrás, sin haber sentido el cambio del ambiente. Simplemente siguió sin más. A pesar de que Ana no manejaba el escenario como artistas modernos suelen manejarlo: brincan, corren, interactúan, voltean payá, voltean pacá; Ana tenía el control absoluto.
Se acabó el concierto entre un mar de aplausos. Pero nadie se atrevió a mencionar algo de Bruno. Acabado el concierto, Clemente, Gaspar y Rigoberto morían de hambre, detrás del Museo de las Aves había un puestecito de hamburguesas y hot-dogs. Fueron a comer. Cual fue su tremendísima sorpresa cuando vieron que se acercaban Bruno y Ana, tomados de la mano, mirándose a los ojos como un par e tortolitos, dándose besos coquetos, en fin, mucho amor estudiantil, como si fueran dos pelados que acabaran de enamorarse por primera vez.
- ¿Nos podemos sentar? – preguntó Bruno.
- ¡No mames! – explotó Rigoberto, visiblemente nervioso. – De entre las cinco mesas, vinieron aquí.
Gaspar y Clemente lo voltearon a ver, extrañadísimos.
- Con un simple “no” bastaba. – dijo Bruno.
- No, perdón. Es que... no manches... ustedes son los... – hizo un ademán de tocar la guitarra con sus brazos.
Bruno y Ana sonrieron.
- ... y están aquí, entre los simples mortales. – concluyó Rigoberto.
- Qué chido, men. Adelante. – invitó Clemente.
- Buenas nouches. – saludó Ana con una ligera reverencia y amplia sonrisa.
- We can speak in english if you like. – dijo Gaspar, aplicando la mayor cortesía de la que le era posible.
- Oh, yes, please. – accedió Ana.
La conversación se tornó al inglés. Hablaron de sus vidas, de sus gustos musicales y de aventuras que habían tenido. Luego les contaron a los guitarristas el episodio que pasaron para llegar a tiempo al concierto, lo de la chilangada de meterse en sentido contrario, el choque y la corrida que se aventaron para que no los agarrara la policía.
A Ana le pareció una historia muy tierna, a Bruno muy chingona, y ambos optaron por ayudarlos a sacar el coche del corralón donde estuviese, les dieron un aventón a cada uno en la camioneta que Gobierno les habían prestado y así fue la noche. Para la tarde del día siguiente, el bocho de Clemente ya estaba en el taller, con los gastos pagados, arreglándose y listo para salir en dos días.
jueves, 3 de julio de 2008
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