martes, 26 de mayo de 2009

La tercera es la vencida (primera parte)

Es bien sabido que los dioses del rocanrol no se la ponen fácil a Clemente y a Rigo cuando van a rocanrolear a Monterrey. La primera vez los multaron, a unos doscientos cincuenta metros de la carretera federal. De haber acelerado a fondo, no los hubieran alcanzado los tránsitos de Santa Catarina. Pero eso no sucedió y les cayeron con la multa.
La segunda vez que los dioses les pusieron un obstáculo fue aquella vez que, saliendo de un concierto, el coche ya no estaba. Había sido llevado al corralón por la grúa. Tuvieron que pasar por toda una travesía de esperar, caminar, y dialogar con las autoridades para ver cómo tenían que sacar el coche... se tuvieron que regresar en camión.
Y esta tercera vez, parece que llegaron al colmo. Pudo haber sido peor... bueno, no adelantemos las cosas para arruinar la intriga de llegar al climax. Para empezar, en esta ocasión llevaban una compañera femenina, Diana. Diana había sido advertida de las malas pasadas que habían tenido Clemente y Rigo al ir a rocanrolear a Monterrey, pero eso no le inmutó, incluso, podría decirse que le emocionó más. No era una chica fácil de asustar ni se impresionaba con tan poco. Clemente no iba a perder esta oportunidad de ver a Andrés Calamaro y Rigo, aunque no se sabía ninguna canción del argentino, necesitaba una escapadita para desviar su atención a lo que verdaderamente importaba. Así que las cosas estaban puestas para ver qué sucedía ahora.
Ya estaban por llegar. No había pasado ningún pormenor en la carretera, no se habían perdido, no hubo tráfico, no los detuvieron los tamarindos de tránsito... todo iba bien. A punto de llegar al auditorio había una desviación, alguna reparación o reestructuración de la vialidad. Nada grave, nada grave hasta que un coche blanco salió disparado de quién sabe dónde, en dirección contraria al tráfico. Después de éste coche venía una camioneta, también, a toda velocidad. Coleó un poco al dar una vuelta y reanudó su carrera.
Chale, qué paletosos, pensaron nuestros tres amigos aventurrocanroleros. Estarán demostrando lo pudientes que son, o algo así. Clemente alcanzó a ver cómo una patrulla se atravesaba por la calle para impedirles el paso. Pobrecillos, pensó, ya los agarraron. Siguieron en su camino. No había mucho tiempo qué perder. El concierto empezaba dentro de poco. Subieron por una joroba, ya se podía ver el edificio al que iban. Estaba justo al otro lado del boulevard.
El primer tronido llegó aislado. Justo como para adjudicarlo a alguna falla en la joroba o algún desperfecto de las líneas de electricidad que colgaban por los aires. Luego siguieron dos tronidos más... la cosa se tornaba extraña. Los tronidos sonaron más cerca. Luego se soltó una lluvia de estruendos que hacían temblar todo el coche y detenían los latidos de los tres aventurrocanroleros que no se creían lo que estaba pasando.
Ninguno gritó ni dijo nada, no se la creían, esto era demasiado. ¡Estaban atrapados en medio de una persecución con todo y balazos! Rigo todavía tuvo el descaro de no creer, el típico engaño a uno mismo. ¡Esto no puede estar pasando! El muy iluso llegó a pensar, incluso, mientras la camioneta blanca los rebasaba, que estos pudientes paletosos iban jugando y disparando salvas para llamar la atención y crear pánico entre la gente... pero cuando vio que del coche blanco que les iba por detrás emergió un cuerno de chivo, no tuvo más remedio que tirarse al asiento.
Clemente también se agachó al escuchar la estruendosa ráfaga. En su vida, ninguno de los tres había escuchado disparar un arma de tan grueso calibre. Era impresionante el olor a pólvora que se soltó libre por el aire. Diana se sumergió en su asiento lo más que pudo cuando el vidrio de atrás se reventó para luego explotar en mil pedacitos.
Rigo se cubrió la cabeza, Clemente no sabía si frenar, acelerar, darse vuelta o seguir el camino como iba. Cada uno iba pensando tan rápido que no conseguían pensar en algo concreto y productivo para el momento tan crítico que sus vidas pasaban. ¿Acaso les habían disparado intencionalmente o simplemente había sido una ráfaga de balas que se cruzó en su camino? Rigo y Diana, entre que querían ver qué era lo que pasaba, dudaban entre quedarse agachados cubriéndose de los disparos o asomándose para ver lo que pasaba, se voltearon a ver un instante y supieron que los dos estaban pasando por la misma situación, el único que no tenía la oportunidad de dudar era el chofer, Clemente. Sentían mucha emoción, tremenda incertidumbre y algo de miedo que apenas comenzaba a cocinarse.
Los dos vehículos dándose de balazos se fueron por adelante. Clemente tuvo la certeza de aparcarse en una farmacia, quien sabe si pensó que sería un lugar oportuno para limpiar heridas o tomarse pastillas tranquilizantes para no quedar en shock; o si fue el primer lugar que se le antojó como seguro.

- That was very exiting. – exclamó Diana al recuperar su uso de palabra.
- Desde luego que no. Fue horrible. – Clemente no podía quitar sus manos del volante. Por primera vez en su vida pudo sentir que era como si su vida dependiera de ello.
- Miren los vidrios. – murmuró Rigo como si pasmado.
- Hay que revisar todo el coche.
Diana ya estaba afuera revisando si había algún agujero o algún desperfecto. Clemente logró quitar sus manos del volante para acariciarse la pelona y salir lentamente, meditándolo todo, contemplando todo su alrededor como si fuera la primera vez que viera cada cosa. Rigo, por su parte, salió arrastrándose del coche y pensó en besar el suelo, pero no lo hizo.
- Necesito un baño.
- Definitivamente. – concordó Clemente, como si fuera la mejor de las ideas.
- ¡Oh, crap! – gritó Diana.
- Sí, ahorita vamos. – Clemente parecía hablar consigo mismo y miraba asuntos que sólo eran visibles para él.
- Mierda la que hubiera quedado de nosotros si esas balas nos daban.
- No, miren. – llamó Diana levantando los boletos al aire para exponer un agujero.

Clemente y Rigo estuvieron mirando lo que quedaba de los boletos, pasmados, no había expresión en su rostro. Todo rastro de vida se había ido de ahí, era como si sus espíritus o almas o vayan ustedes a saber la energía que maneja el cuerpo humano de cada uno hubiera salido para encararse con los dioses del rocanrol y reclamarles.
- Entonces, ¿qué vamos a hacer? – preguntó Diana.
- Esto es demasiado.
- Fue mi culpa. – confesó Clemente. - Si no te los hubiera pasado...
- No, caon, como quiera les hubieran atinado a los boletos. Esto es un ultraje. ¡No se vale!
- ¿Se dan cuenta de qué tan cerca pasó una bala por mi mano? – decía Diana mirando su mano por todos los ángulos, como si no creyese que la tuviera todavía.
- Osea, ¿estás sugiriendo que todo esto fue planeado para destruir nuestros boletos?
- Mi mano... – balbuceaba Diana.
- Sí, o bueno, tal vez no, pero definitivamente aprovecharon la oportunidad para jodernos.
- Es tan linda, mi mano...
- Entonces, no vamos a entrar al concierto.
- Oh no, ¡claro que vamos a entrar! Esos culeretes no se saldrán con la suya.
- Wey, más respeto con los dioses del rocanrol.
- Me la pelan. Vas a ver que vamos a entrar a ese concierto a como de lugar.
- Tan blanca y fina...
- ¿Y cómo piensas entrar? ¿Les vamos a decir que estuvimos en una balacera y que un balazo pegó a los boletos? ¡¿Cómo vamos a entrar?! – Clemente tomó a Rigo por la camisa mientras lo estrujaba violentamente.
Rigo sabía que la bronca no era en contra suya, era una extrema señal de desesperación por la situación que se les presentaba.
- Calma, caon, calma. Por mis huevos que entramos. Vas a ver. – y soltándose, Rigo se encaminó al auditorio con una determinación digna de alguien que sabe lo que hace, claro que... no tenía idea de lo que iba a hacer. Clemente y Diana cruzaron una mirada de incertidumbre y decidieron, sin hablar, que lo mejor era acompañar de cerca de Rigo.

Y tenemos a nuestros tres aventurrocanroleros postrados frente al auditorio, contemplándolo con desdén.
- ¿Estás seguro que era aquí?
- ¿Era hoy?
- Bueno... sí, digo, creo que sí. – Clemente se quería zafar de ese incomodísimo interrogatorio que en cierto punto no merecía, pero por otro lado...
- Ya me hiciste esto una vez, caon, llegamos un día tarde al concierto.

Ah, sí, había olvidado que los dioses del rocanrol les habían jugado otra mala, aparte de la de la multa y de la del coche en el corralón, en una ocasión, llegaron un día tarde al concierto, porque la página de internet se había equivocado al publicar la fecha. Se hizo un desmadre, demandaron a la página, pero como quiera, no entraron al concierto.

- Dice que el concierto se pospuso por causas de fuerza mayor y ajenas al auditorio.
Habían mandado a Clemente a taquillas a preguntar, mientras Rigo ideaba una forma de abrir las puertas y comprobar con sus propios ojos que no había concierto adentro del recinto.
- Claro, no faltaba más...
- ¿Entonces – preguntaba Diana – qué hacemos?
- Bueno, siempre podemos ir a tomarnos unas cervezas y luego regresar a Saltillo.
- Me parece bien. Estoy ansiosa por ver qué más nos pasa.
- Ya no va a pasar nada, ya no hay nada qué perder. Ya no hubo concierto, ya no nos puede pasar nada malo. – gruñía Rigo con su amargura habitual.
- Esperemos que no. – añadió sabiamente Clemente, como si excusando a su amigo ante los dioses del rocanrol, que bien sabían los tres, aunque Rigo lo negara, aunque Diana se hiciera de la vista gorda, aunque Clemente deseara lo contrario; podían seguirles maltratando.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Nace de la nada

Nace de la nada la mañana maromera.
Crece en tres segundos una luz que persigue.
¿Huir? Imposible, sólo el tonto que permite
hacerse cegar sin vas ni voy ni venga.

Nace de la nada la mañana repentina.
Dos mil recuerdos al despuntar la aurora.
Instinto animal, el más natural de ahora.
Tomar lo que se quiere sin hacer esperar al día.

Nace de la nada la mañana rastrera.
Un último suspiro se acomoda olvidado,
obligado a permanecer contra todo respiro;
atolondrado, pues creyó encontrar descanso que no era.

Nace del todo la noche entre su magia.
Desnuda y sagaz; seductora y fresca,
Pidiendo a gritos las almas que se dejan.
Gotas pasajeras que en los amores descansan.

lunes, 11 de mayo de 2009

Begoño Naleri (segunda parte)

2. Azucena y el general

Quién diría, quién diría, que una practicante de medicina… Habrá sido por los cuidados que me tenía. Entre más meticulosa era con su “chamba”, más melindroso me ponía yo. Sabía que me tomaría en cuenta. Desde la primera vez que entró a mi habitación, reportándose como la practicante de medicina que se ocuparía de mí en la tarde, me atrajo la idea. Ocúpate de mí para siempre, pensé.
La llamaba a cada rato. Como que no agarraba la onda de que yo sólo quería cotorrear. Ni cómo enterarme de que llamarla “enfermera” en lugar de “practicante de medicina” iba a alterarla tanto. Puts. Qué delicada. Ni aguanta nada. Entonces, cada vez que regresaba a mi habitación, su cara de flatulencia se acentuaba.
Desgraciadamente, para cuando me dieron de alta, no pude hacer las pases con ella. Como que siempre anduvo a la defensiva, tal vez por una muy mala primera impresión. Ni modo, no era tanto mi culpa, yo era el del golpe en la cabeza, yo era el conmocionado, y no tanto por el golpe, sino por encontrar en ella, verle, olerle, sentirle eso que hace que los hombres perdamos los estribos, estribos que nunca supimos debieron existir.
Esa chica debía ser mía. No me iría de esa ciudad sin un beso.

El viento refresca mi rostro entre más rápido corre el coche. Siempre he preferido bajar las ventanas a prender el sistema de ventilación. Se siente más libre. El viento jugando con mi pelo. Hay coches que ni llegan a sistema de ventilación, tons acostumbrarse a uno puede resultar nocivo para la costumbre... como aquel vochito que alguna vez tuve cuando era un estudiante idealista. Aparte, siento que el aire del sistema de ventilación me enferma. Sí, tal vez soy muy nena y un tanto friolento al respecto.
Con los ojos cerrados siento cómo las últimas chispas de energía que quedan en mi cuerpo se ahogan. Nada gano con permanecer despierto. Ver un paisaje que ya tantas veces he visto. La misma nada de siempre, el mismo vacío aburrido, el mismo tedio de una ciudad que cada vez me ofrece menos y me ofende más.
Es más difícil olvidar cuando se intenta hacerlo, pero no me funcionan las otras alternativas. No es que me falten actividades que me distraigan, pero al hacer esas actividades, mi mente deriva a lo perdido y añorado, a lo que pretendo olvidar, en contar lo que me pasó e invitar a la siguiente para compartir.
¿Cuánto tiempo llevaba ya en esta ciudad? ¿Cuánto tiempo llevaba ya en las mediaciones de la conciencia? ¿Cuánto tiempo habíamos estado moviéndonos en este coche? ¿Me habrían llevado lejos, lejos de ella, o simplemente dábamos vueltas y vueltas dentro de un mismo espacio para dejar pasar el tiempo?
Fui un estúpido en dejarme atrapar tan fácilmente, sí, la neta que sí, pero así es la onda. Las apuestas son apuestas. Ahora lo único que me queda es descansar. De nada sirve ponerme loco, mis manos atadas a mi espalda. No soy ningún contorsionista como para poder zafarme de ese modo, aparte, ¿qué seguiría? Brincar de un coche en movimiento... neeeeel, yo paso, no creo que sea tan necesario. Ya encontraré un buen momento para escapar, siempre hay momentos para escapar.
Ni modo, a veces uno no llega ni a la oportunidad de valerse digno de lo que sea. No queda sino seguir rocanroleando, abrazar el blues inapelable y avanzar. Lo que se estanca se pudre y aun tenemos mucho qué gozar. Venga, duerme y deja que los sueños te saquen de aquí, igual y el sueño te conecta con una salida.

Bien, heme aquí, sentado en un sillón muy cómodo, en un estudio muy elegante. El estudio del suegro. Bueno, no es mi suegro, todavía, pero quisiera que lo fuera. Por más terrible que sea con todos los pretendientes de su hija, aún no se me quitan las ganas. Debo decir, para su semblante más terrible, que todavía no me ha hecho nada, no a mí, al menos. Todo lo que sé de él son habladurías y la escena de anoche. Soltarle los perros y dar de balazos a todos los pretendientes que fuimos a llevar serenata... bueno, suena malo, pero... será porque sigo muy enamorado, desesperado e idiota, pero yo digo que las balas eran de salva.
Se abre la puerta abruptamente. Íjole, aquí vamos. Enfrentar al gran jefe. No creo que me vaya a golpear mucho ni muy duro, no creo que le agrade la idea de manchar con mi sangre sucia este sillón tan bonito y cómodo, o su ropa. Por ahora, no tengo mucho por qué temer.
Era grandísimo, muy espaldón, su uniforme militar me puso a temblar. Mandíbula ancha, peinado impecable, cara de malo y gruñón lo cual casi me da risa pero muy prudentemente me contuve de cualquier expresión burlesca. Entonces supe de dónde habían salido los ojos de Azucena. Por un lado me enterneció ver a un hombre tan duro con ojos tan dulces, por otro lado me disgustó ver ojos tan dulces en rostro tan duro, y por un último lado, me aterraron. Esos ojos ya me habían matado más de una vez.
El futuro suéter se recargó en su mesa. Brazos cruzados. Su mirada clavada en mí. ¡Qué incomodidad! No podía permanecer así por mucho tiempo, esa mirada no podía ser sostenida y no me iba a voltear. Quería intimidarme, claro. No estaba de más aunque no era necesario. Los perros de la serenata, los balazos y los guarros que me agarraron y me metieron al coche ya habían sido suficiente escarmiento. Ahora venía lo bueno, me temía.
- Buenos días. – saludé con la mayor de las cortesías que me fue posible.
El general sonrió maliciosamente. Era la sonrisa del diablo. Lo bueno fue que pasó a estudiarme y quitó su mirada de la mía. Mientras lo hizo, yo también me di una rápida ojeada. No andaba muy galán que digamos, todo despeinado, sin bañarme, una que otra mancha de comida por aquí y por allá. Algo mugroso, pero con mucho optimismo pensé que no estaba para llorar, que mi semblante podía sacar algo de provecho.

- ¿Sabes por qué sigues vivo? – preguntó.
Inconscientemente, como por instinto, tragué saliva.
- No... señor. – figuré que el “señor” iba a acercarme un poco a su afecto, o al menos alejarme de su desprecio total.
- Porque fuiste el único que no te echaste a correr.
Si el general hubiera sabido que la verdadera razón por la que no me eché a correr era porque ya estaba extremadamente cansado, las cosas hubieran tomado otro rumbo. Pero lo mío no era ser valiente, era ser honesto.
- Me agradan los hombres valientes. – me confió.
¡Mierda! le agradan los hombres valientes, ¿acaso estaba insinuando que yo le agradaba, o que en algún punto podría llegar a agradarle? ¿Me estaba, acaso, dando una oportunidad para ganarme su afecto y por ende tener la posibilidad de ganarme el cariño y amor de su adorada hijita?
¡Mierda! O le pensaba mucho para tejer una muy buena mentira o hablaba de chingadazo y con franqueza, dejarlo esperando una respuesta era una idea que no me latía para nada, uno, porque no parecía persona de mucho tiempo libre como para que alguien como yo se lo ande quitando; y dos, porque las esperas carcomen la poca valentía que tengo.
- La verdad, general, si fui el único que no me eché a correr no fue por valentía.
El rostro del general se transformó. Me atrevo a decir que si no estaba intrigado por lo que me faltaba por decir, al menos tenía mucha curiosidad.
- ¿Entonces?
- Fue porque ya no tenía fuerzas para correr. La serenata era mi último intento por ganarme una entrada al afecto de su hija Una vez leí por ahí que cuando ya no se puede vivir con orgullo, había que morir con él. Y bueno, no sé si sepa que de orgullo ya no me queda nada después de todo lo que me ha hecho su hija, no la culpo, pero yo ya he apostado todas mis cartas fuertes por ella, la serenata era el último jalón.
- Entonces, ¿no tenías miedo de morir?
- La verdad yo no pensaba que iba a morir. Ni pensaba que eran ciertas todas las barbaridades que la gente habla de usted. Porque, como sabrá, su hija tiene muchos pretendientes. Yo pensaba que todo lo que decían era para que yo cambiara de idea y ya no intentara nada con ella. Algo así como las historias de espantos que cuentan los vecinos para que nadie habite la casa que ellos quieren tener pero aún no les alcanza para comprarla.
El general guardó silencio por un rato, como meditando lo que acababa de escuchar.
- ¿Te das cuenta de las estupideces que estás diciendo?
- La verdad, no, señor. Estoy suficientemente nervioso como para no darme cuenta de lo que digo, pero, por otro lado, estoy lo suficientemente cansado como para hablar con cizaña. Lo que estoy diciendo concuerda con lo que creo y lo que soy.
- En este momento, joven, no eres más que un juguetito mío. – confieso que cuando dijo aquello y se tronó los dedos de las manos, se me heló la sangre y pensé en las torturas de la Santa Inquisición, también pensé que dejaría de ser un hombre casto. - Dime, si no pensabas que ibas a morir, qué pensabas?
- Pues... la verdad es que la sala de torturas nunca pasó por mi mente hasta ahorita... y le recomiendo... que si no quiere que haga un tiradero en su estudio tan bonito... me traiga una cubeta inmediatamente.
- ¿Qué dices?
- Voy a vomitar.
Eso último lo dije casi a medias, inentendible. Ya estaba haciendo mi más grande esfuerzo por aguantarme las flemas (puesto que no había comido nada) dentro de mi sistema digestivo. Era cosa de respirar y controlarse. Borrar todas esas figuras de instrumentos filosos y chatos y demás que me harían pedacitos lenta, muy lentamente.
El general estaba atacado de risa. Primero la intentó contener, como si pensara que reírse demostrara debilidad, pero no lo logró, como yo tampoco iba a lograr contener la vomitada. Me levanté del sillón buscando un recipiente para desahogar y no manchar esos muebles tan bonitos. Mis pupilas se dilataban por tanto esfuerzo, el asco era desbordante, apreté mis párpados para que mis ojos no se salieran de sus cuencos.
- Aguántese, hombre, y vaya al baño.
El general me señaló una puerta y yo corrí tropezando con una pequeña mesa de juego que lucía un hermoso ajedrez de marfil. Ya iba para abajo, mis manos atadas a mi espalda impidieron que las metiera para equilibrarme o para detener el golpe. Haciendo uso de mi habilidad de piernas, logré llegar tambaleándome a la puerta del baño, pero el desequilibrio era tanto que me di un tope de cabeza. La carcajada del general aumentó.
Un diminuto chisguete salió por mi boca, creo que el general no lo vio porque siguió riendo. Me di vuelta para abrir la puerta deseando a todo corazón que no tuviera llave. Cuando hice girar la manija agradecí que mi estrella no jugara conmigo en esos momentos de tanta vergüenza. El escusado era imposible. Solté las flemas en el lavabo. Después de la primera escupida, di una patada a la puerta para que el general no me siguiera viendo.

jueves, 7 de mayo de 2009

Begoño Naleri (primera parte)

1. de pantalones bien puestos

Mi historia empieza con el crack de mi guitarra texana desmadrándose en la cabeza de un albañil gandalla. Mi guitarra texana, mi más preciado tesoro, mi único tesoro, de hecho, aunque a partir de ese momento, mi tesoro pasó a ser otra cosa. Una prenda de vestir, ¿quién iba a pensarlo? Yo, el último en ponerse a la moda, el extraño que vestía que parecía que quería verse raro, ridículo o incluso mal. Pero bueno, les cuento de eso luego, primero mi guitarra.
Pinche albañil mamón, yo sólo iba pasando. No quise darme toda la vuelta a la cuadra y por eso entré en la obra negra de una que sería casona de esas chingonas chingonas. Digo, ¿qué de malo tenía eso?, cruzar por dentro de la obra en construcción. Pero el albañil se la tomó muy mal, igual y andaba crudo, o despechado, o algo traía, o tal vez nomás se quiso pasar de lanza conmigo, como me vio flaquito y de su vuelo, se quiso desquitar de algo que le había pasado en su vida y de lo cual yo no tenía ninguna chingada culpa. Pero bueno, que se me deja venir armándola de tos como todo un gallito de pelea. Sólo le faltó cacarear, me cae.
Ahora, mi respuesta en cualquier otro día hubiera sido correr, hacerme a un lado y esquivarlo para luego correr, o poner la guitarra a un lado y agarrarme a trompadas con el albañil, lo que hubiera acabado en una derrota mía por lo que hubiera aplicado las técnicas prohibidas de arañar, morder, jalar pelo y ps chíngue su madre, retorcer testículos, contra esa ni el más macho. Pero no, ese día andaba yo con mi aire de buena onda, con mi escudo protector del: nada malo te va a pasar y hasta cuando te vaya mal te irá bien. No era que hubiese fumado hierba o anduviera en esas crudas tempraneras, cuando la cruda no molesta sino es una especie de energía ahorrada de la noche anterior y uno despierta con tanta pila que no se puede quedar quieto. Nada de eso, era que llevaba el saco, mi otro recuerdo material que me había dejado mi cuatazo de pantalones bien puestos, aquel desgraciado que su más grande bendición había sido tenerme por amigo, me cae recontrascae de a madre que sí.
En cuanto a mi reacción. Sabía que mi único medio para ganarme la vida y seguir con mi sueño era por medio de la guitarra, de esa texana negra que me había dejado aquel wey, de esa guitarra que puso en una casa de empeño y que yo a escondidas compré, de esa guitarra que con todas mis fuerzas reventaba en la cabeza del albañil que me atacaba. Santo ranazo que se ha de haber llevado. No me importó romper la guitarra, como andaba dentro de mi capa de protección de la buena onda, sabía que otra guitarra conseguiría, o que de alguna otra forma iba a seguir tocando música, no había problema con eso.
No había problema porque traía mi saco de pana, ahora sí, mi único recuerdo de mi cuatazo de pantalones bien puestos, ese caballero andante cobarde que sacó lo valiente en aquella ocasión que no la debió de haber sacado, cuando yo no andaba ahí para defenderlo, cuando nadie andaba ahí para defenderlo, ni para hacer bola, siquiera, pero había que defender a su chica, y le salió lo valiente, y por valiente le dieron en su madre y por eso se largó del país.
Claro que si le preguntábamos por qué se quería ir, no nos iba a decir que fue por eso, sino que nos sacaba una de sus historias de que él era como Syd Barret, que nos había puesto el camino musical para que nosotros le siguiéramos y nos hiciéramos ricos y famosos ya sin él, que ya le tocaba salir del escenario que nunca llegamos a compartir, para llevar una vida más relajada, viviendo como rey en tierra de campesinos, una vida de campo lejos del ajetreo coloquial, de las noches bohemias de visitar todos los bares del centro y entrar a algunos con la única meta de que nos sacaran por desmadrosos, por aferrarnos a tocar alguna rola, por querer brindar y declamar poesía parados sobre la barra o sobre una mesa, o por agarrarles las nalgas a la chica más chichona, y las chichis a la más nalgona, o por quedarnos dormidos. El caso es que se fue.
Yo me había quedado con su saco gris de pana, o algún material que se le parecía, yo no sé de telas. Cuándo él se lo ponía, se veía galán, cuando yo me lo ponía, en cambio, me veía teporocho… qué cosas más raras, ¿no?
Ese cabrón, aunque se oiga muy afeminado de mi parte (que no lo es), pero es la puritita verdad de la pura percepción mía, le daba color a mi vida. Ocurrente y muy divertido, ya al final, hasta regañarlo me divertía, aunque en el momento me sentía decepcionado y frustrado, pinche, incluso, pero pasaba un día y yo no podía seguir con el mismo encabronamiento que traía, lo que pasa, pasa y sólo queda seguir adelante.
El wey siempre dijo que se iba a dar un rol por el mundo con su guitarra a cuestas, que ese iba a ser el viaje de su vida, quizás el último de su vida, quizás porque no lo quería sobrevivir, o porque no pensaba acabarlo nunca, ni en el día de su muerte. Eh ahí una más de esas ocasiones tantísimas en las que hablamos y hablamos de más, que decimos puritita pendejada, a veces ni nosotros nos la creemos, pero bueno, hay gente que se nutre de sus propias chaquetas mentales, nosotros somos de esos, por eso a veces no se nos cierra el pico.
Yo sentía cierta culpa. No lo debí de haber dejado salir solo, no en esos días en que la banda en general andaba bien tensa, que en todos lados se agarraban a golpes, que todos se querían pasar de lanza con todos. Aunque era una cita entre él y su novia y ps yo no tenía pareja para acompañarlos así que yo me fui por otro lado. Igual y puedo pensar en eso para no culparme, pero como quiera me culpo, ni modo, así soy y por más que me repita que yo no tuve nada que ver, que igual y si yo hubiera andado ahí nos hubiera ido peor… total.
Total que como sentía cierta culpa decidí hacer ese viaje que él haría para su bien morir, aunque yo no lo iba a hacer con esa intención, yo quería hacer el viaje para vivir de verdad y ya luego seguir muriendo, por eso no me preocupaba romperle la guitarra al albañil, ni me preocupaba que salieran otros y que me rompieran mi madre, no me preocupaba no tener dónde dormir ni qué comer, ya se presentaría algo o alguien. Mis recursos eran amplios y había muchas cosas que yo podía hacer por dinero, por una supervivencia digna de un viajero con su guitarra a cuestas que acaba de tronarla en la cabeza del hostil y feo albañil ese.
Salí corriendo carcajeándome. No tenía miedo. No salí corriendo por temor a que alguien me persiguiera y alcanzara, no salí corriendo porque temía ver cómo había dejado a ese albañil después de reventarle la guitarra y darle dos que tres patadas mientras caía al suelo. Corría a toda velocidad, no queriendo escapar de algo, sino persiguiendo algo, persiguiendo mi sueño. No me iba a pasar nada, y lo malo que me pasara no era malo en verdad, era bueno con un disfraz. No era un engaño como los que yo solía aplicar para que la gente pensara, no era una mala jugada del destino, era una pequeña broma, así nada más.
Salí corriendo carcajeándome, entre más corría y más reía, menos aire sostenía en mis pulmones, más trabajo me costaba respirar y tuve que detenerme, pero al detenerme salía corriendo todavía más. Aquello se había convertido en una carrera de mí contra mí. Mi cuerpo que decía pérate mano, y mi terquedad que decía no, ni madres. A descansar cuando me muera o los domingos, decían las filosofías del rocanrol, primer proyecto de tantos que dejamos inconclusos.
Las filosofías del rocanrol. Esas filosofías incluían la buena onda que yo sentía, que me protegía, que emanaba de mi saco que había pertenecido a mi cuatazo de pantalones bien puestos. Así de pegaditos éramos. Podíamos dormir en la misma cama, pero con los pantalones bien puestos, lo nuestro sólo era cuestión de practicidad para combatir el frío. Cada quien en su ladito y cuidadito si te pasabas de la raya, pero como sabíamos a qué nos exponíamos en esas noches, ni nos movíamos, me cae. Cada quien en su lado, bajo las sábanas, inmóvil, acurrucado, con los pantalones bien puestos.
Salí corriendo y salí de la futura casona como un loco desesperado, alcanzando nubes, subiéndome en el aire para flotar alto, alto, a lo inalcanzable, igual y desde las alturas podía ver a mi cuatazo de pantalones bien puestos, igual y le mandaba un saludo desde ahí arriba, pero para poder subir había que correr a toda velocidad, gritar como desesperado, aletear con los brazos y dar brazadas con las alas que poco a poco salían a relucir, un par de hermosas y resplandecientes alas de humo anaranjado, morado y verde.
Los ojos bien cerrados, mis pies eran suficientemente hábiles para no tirarme al piso, mi equilibrio andaba intachable, ni por dónde verle fallas hasta entonces. Ni tropezones ni pasos falsos. Parecía que patinaba, hasta el tiempo se detenía para observar.
Sentí que el suelo cambiaba de elemento, hice trampa y di una miradita. Estaba en el negro río de asfalto. Un ruido ensordecedor acompañado de otro chillante taladraron mis oídos. Abrí los ojos para ver lo inevitable, lo borroso de las sepa cuántas vueltas y vueltas, la pérdida de la vertical por una línea que fluye como el humo que el corazón de la tierra fuma escapando por entre sus poros, sus diminutos agujeros por donde sale la magia que la gente con prisa ha olvidado, ha perdido, ha matado.
No me iba a dejar llevar por la fuerza del impacto, era necesario mantener despiertos y prestos los sentimientos que pudiera para luego contar la historia con lujo de detalle, y en especial, lo que hacía de mis historias más interesantes y únicas: mi percepción de lo que iba pasando conmigo.
Pude oler el miedo de la viejita cuanto se bajaba del auto. Ni se paró a ver cómo había quedado su Mustang, fue directito conmigo. No sé por qué comencé a reír. Sabía que la muerte no andaba cerca, así que no había por qué ponernos solemnes. Sentía todas las partes de mi cuerpo, pasé un escanner sensorial y luego me toqué para asegurarme.
Para cuando llegó la ambulancia, yo estaba dejando de escuchar ese zumbido intenso dentro de mi cabeza, estaba perfectamente bien excepto por una mugrosa herida que tenía en la cabeza. Lo primero que hice al notar la sangre fue quitarme el saco de pana gris para que no se manchara. ¿Qué pasó?, preguntaron los paramédicos. Ayúdenla a ella, creo que le dio un paro cardiaco. Me atropelló y se desmayó, igual y fue por ver tanta sangre. ¿Esa es tu sangre? Supongo. Es demasiada, deberías estar recostado, no te vayas a desmayar también. No, les digo que yo estoy bien. Me levanté para insistir en que ayudaran a la ancianita. Ayuden a la anciana, miren, yo estoy bien, ella…
Desperté en la ambulancia, compartiéndola con la ancianita rumbo al hospital.