2. Azucena y el general
Quién diría, quién diría, que una practicante de medicina… Habrá sido por los cuidados que me tenía. Entre más meticulosa era con su “chamba”, más melindroso me ponía yo. Sabía que me tomaría en cuenta. Desde la primera vez que entró a mi habitación, reportándose como la practicante de medicina que se ocuparía de mí en la tarde, me atrajo la idea. Ocúpate de mí para siempre, pensé.
La llamaba a cada rato. Como que no agarraba la onda de que yo sólo quería cotorrear. Ni cómo enterarme de que llamarla “enfermera” en lugar de “practicante de medicina” iba a alterarla tanto. Puts. Qué delicada. Ni aguanta nada. Entonces, cada vez que regresaba a mi habitación, su cara de flatulencia se acentuaba.
Desgraciadamente, para cuando me dieron de alta, no pude hacer las pases con ella. Como que siempre anduvo a la defensiva, tal vez por una muy mala primera impresión. Ni modo, no era tanto mi culpa, yo era el del golpe en la cabeza, yo era el conmocionado, y no tanto por el golpe, sino por encontrar en ella, verle, olerle, sentirle eso que hace que los hombres perdamos los estribos, estribos que nunca supimos debieron existir.
Esa chica debía ser mía. No me iría de esa ciudad sin un beso.
El viento refresca mi rostro entre más rápido corre el coche. Siempre he preferido bajar las ventanas a prender el sistema de ventilación. Se siente más libre. El viento jugando con mi pelo. Hay coches que ni llegan a sistema de ventilación, tons acostumbrarse a uno puede resultar nocivo para la costumbre... como aquel vochito que alguna vez tuve cuando era un estudiante idealista. Aparte, siento que el aire del sistema de ventilación me enferma. Sí, tal vez soy muy nena y un tanto friolento al respecto.
Con los ojos cerrados siento cómo las últimas chispas de energía que quedan en mi cuerpo se ahogan. Nada gano con permanecer despierto. Ver un paisaje que ya tantas veces he visto. La misma nada de siempre, el mismo vacío aburrido, el mismo tedio de una ciudad que cada vez me ofrece menos y me ofende más.
Es más difícil olvidar cuando se intenta hacerlo, pero no me funcionan las otras alternativas. No es que me falten actividades que me distraigan, pero al hacer esas actividades, mi mente deriva a lo perdido y añorado, a lo que pretendo olvidar, en contar lo que me pasó e invitar a la siguiente para compartir.
¿Cuánto tiempo llevaba ya en esta ciudad? ¿Cuánto tiempo llevaba ya en las mediaciones de la conciencia? ¿Cuánto tiempo habíamos estado moviéndonos en este coche? ¿Me habrían llevado lejos, lejos de ella, o simplemente dábamos vueltas y vueltas dentro de un mismo espacio para dejar pasar el tiempo?
Fui un estúpido en dejarme atrapar tan fácilmente, sí, la neta que sí, pero así es la onda. Las apuestas son apuestas. Ahora lo único que me queda es descansar. De nada sirve ponerme loco, mis manos atadas a mi espalda. No soy ningún contorsionista como para poder zafarme de ese modo, aparte, ¿qué seguiría? Brincar de un coche en movimiento... neeeeel, yo paso, no creo que sea tan necesario. Ya encontraré un buen momento para escapar, siempre hay momentos para escapar.
Ni modo, a veces uno no llega ni a la oportunidad de valerse digno de lo que sea. No queda sino seguir rocanroleando, abrazar el blues inapelable y avanzar. Lo que se estanca se pudre y aun tenemos mucho qué gozar. Venga, duerme y deja que los sueños te saquen de aquí, igual y el sueño te conecta con una salida.
Bien, heme aquí, sentado en un sillón muy cómodo, en un estudio muy elegante. El estudio del suegro. Bueno, no es mi suegro, todavía, pero quisiera que lo fuera. Por más terrible que sea con todos los pretendientes de su hija, aún no se me quitan las ganas. Debo decir, para su semblante más terrible, que todavía no me ha hecho nada, no a mí, al menos. Todo lo que sé de él son habladurías y la escena de anoche. Soltarle los perros y dar de balazos a todos los pretendientes que fuimos a llevar serenata... bueno, suena malo, pero... será porque sigo muy enamorado, desesperado e idiota, pero yo digo que las balas eran de salva.
Se abre la puerta abruptamente. Íjole, aquí vamos. Enfrentar al gran jefe. No creo que me vaya a golpear mucho ni muy duro, no creo que le agrade la idea de manchar con mi sangre sucia este sillón tan bonito y cómodo, o su ropa. Por ahora, no tengo mucho por qué temer.
Era grandísimo, muy espaldón, su uniforme militar me puso a temblar. Mandíbula ancha, peinado impecable, cara de malo y gruñón lo cual casi me da risa pero muy prudentemente me contuve de cualquier expresión burlesca. Entonces supe de dónde habían salido los ojos de Azucena. Por un lado me enterneció ver a un hombre tan duro con ojos tan dulces, por otro lado me disgustó ver ojos tan dulces en rostro tan duro, y por un último lado, me aterraron. Esos ojos ya me habían matado más de una vez.
El futuro suéter se recargó en su mesa. Brazos cruzados. Su mirada clavada en mí. ¡Qué incomodidad! No podía permanecer así por mucho tiempo, esa mirada no podía ser sostenida y no me iba a voltear. Quería intimidarme, claro. No estaba de más aunque no era necesario. Los perros de la serenata, los balazos y los guarros que me agarraron y me metieron al coche ya habían sido suficiente escarmiento. Ahora venía lo bueno, me temía.
- Buenos días. – saludé con la mayor de las cortesías que me fue posible.
El general sonrió maliciosamente. Era la sonrisa del diablo. Lo bueno fue que pasó a estudiarme y quitó su mirada de la mía. Mientras lo hizo, yo también me di una rápida ojeada. No andaba muy galán que digamos, todo despeinado, sin bañarme, una que otra mancha de comida por aquí y por allá. Algo mugroso, pero con mucho optimismo pensé que no estaba para llorar, que mi semblante podía sacar algo de provecho.
- ¿Sabes por qué sigues vivo? – preguntó.
Inconscientemente, como por instinto, tragué saliva.
- No... señor. – figuré que el “señor” iba a acercarme un poco a su afecto, o al menos alejarme de su desprecio total.
- Porque fuiste el único que no te echaste a correr.
Si el general hubiera sabido que la verdadera razón por la que no me eché a correr era porque ya estaba extremadamente cansado, las cosas hubieran tomado otro rumbo. Pero lo mío no era ser valiente, era ser honesto.
- Me agradan los hombres valientes. – me confió.
¡Mierda! le agradan los hombres valientes, ¿acaso estaba insinuando que yo le agradaba, o que en algún punto podría llegar a agradarle? ¿Me estaba, acaso, dando una oportunidad para ganarme su afecto y por ende tener la posibilidad de ganarme el cariño y amor de su adorada hijita?
¡Mierda! O le pensaba mucho para tejer una muy buena mentira o hablaba de chingadazo y con franqueza, dejarlo esperando una respuesta era una idea que no me latía para nada, uno, porque no parecía persona de mucho tiempo libre como para que alguien como yo se lo ande quitando; y dos, porque las esperas carcomen la poca valentía que tengo.
- La verdad, general, si fui el único que no me eché a correr no fue por valentía.
El rostro del general se transformó. Me atrevo a decir que si no estaba intrigado por lo que me faltaba por decir, al menos tenía mucha curiosidad.
- ¿Entonces?
- Fue porque ya no tenía fuerzas para correr. La serenata era mi último intento por ganarme una entrada al afecto de su hija Una vez leí por ahí que cuando ya no se puede vivir con orgullo, había que morir con él. Y bueno, no sé si sepa que de orgullo ya no me queda nada después de todo lo que me ha hecho su hija, no la culpo, pero yo ya he apostado todas mis cartas fuertes por ella, la serenata era el último jalón.
- Entonces, ¿no tenías miedo de morir?
- La verdad yo no pensaba que iba a morir. Ni pensaba que eran ciertas todas las barbaridades que la gente habla de usted. Porque, como sabrá, su hija tiene muchos pretendientes. Yo pensaba que todo lo que decían era para que yo cambiara de idea y ya no intentara nada con ella. Algo así como las historias de espantos que cuentan los vecinos para que nadie habite la casa que ellos quieren tener pero aún no les alcanza para comprarla.
El general guardó silencio por un rato, como meditando lo que acababa de escuchar.
- ¿Te das cuenta de las estupideces que estás diciendo?
- La verdad, no, señor. Estoy suficientemente nervioso como para no darme cuenta de lo que digo, pero, por otro lado, estoy lo suficientemente cansado como para hablar con cizaña. Lo que estoy diciendo concuerda con lo que creo y lo que soy.
- En este momento, joven, no eres más que un juguetito mío. – confieso que cuando dijo aquello y se tronó los dedos de las manos, se me heló la sangre y pensé en las torturas de la Santa Inquisición, también pensé que dejaría de ser un hombre casto. - Dime, si no pensabas que ibas a morir, qué pensabas?
- Pues... la verdad es que la sala de torturas nunca pasó por mi mente hasta ahorita... y le recomiendo... que si no quiere que haga un tiradero en su estudio tan bonito... me traiga una cubeta inmediatamente.
- ¿Qué dices?
- Voy a vomitar.
Eso último lo dije casi a medias, inentendible. Ya estaba haciendo mi más grande esfuerzo por aguantarme las flemas (puesto que no había comido nada) dentro de mi sistema digestivo. Era cosa de respirar y controlarse. Borrar todas esas figuras de instrumentos filosos y chatos y demás que me harían pedacitos lenta, muy lentamente.
El general estaba atacado de risa. Primero la intentó contener, como si pensara que reírse demostrara debilidad, pero no lo logró, como yo tampoco iba a lograr contener la vomitada. Me levanté del sillón buscando un recipiente para desahogar y no manchar esos muebles tan bonitos. Mis pupilas se dilataban por tanto esfuerzo, el asco era desbordante, apreté mis párpados para que mis ojos no se salieran de sus cuencos.
- Aguántese, hombre, y vaya al baño.
El general me señaló una puerta y yo corrí tropezando con una pequeña mesa de juego que lucía un hermoso ajedrez de marfil. Ya iba para abajo, mis manos atadas a mi espalda impidieron que las metiera para equilibrarme o para detener el golpe. Haciendo uso de mi habilidad de piernas, logré llegar tambaleándome a la puerta del baño, pero el desequilibrio era tanto que me di un tope de cabeza. La carcajada del general aumentó.
Un diminuto chisguete salió por mi boca, creo que el general no lo vio porque siguió riendo. Me di vuelta para abrir la puerta deseando a todo corazón que no tuviera llave. Cuando hice girar la manija agradecí que mi estrella no jugara conmigo en esos momentos de tanta vergüenza. El escusado era imposible. Solté las flemas en el lavabo. Después de la primera escupida, di una patada a la puerta para que el general no me siguiera viendo.
lunes, 11 de mayo de 2009
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