jueves, 10 de septiembre de 2009

Plazas vacías

*Nota, éste artículo lo escribió mi letal enemigo, Lord Finolis Mulins, alias Eduardo Dávila Aguirre.



He aquí una extraño paisaje, La Plaza mayor de Madrid se encuentra desolada, en uno de los sitios mas coloridos, ruidosos, refulgentes y activos de la capital de España reina un silencio absoluto. Los numerosos locales no han abierto sus puertas y en el centro del enorme rectángulo, justo a un lado de la estatua ecuestre de Felipe III, se apilan algunas botellas de cerveza y vino tinto, huellas de uno de los múltiples botellones que se llevan a cabo en la ciudad.
Una pálida luz ilumina tenuemente el contorno de los edificios municipales que la rodean dándole al sitio una atmósfera extrañamente fantasmagórica. La visión seria desconcertante para alguien que estuviese acostumbrado al ruido y alborozo que generalmente imperan en la plaza en horas más activas, pero apenas son las seis de la mañana de un martes y la ciudad aun se encuentra dormida.
Nada se mueve aquí, nada, salvo un extraño objeto transparente, a veces redondo, a veces amorfo, que flota lenta y parsimoniosamente por los aires para después desintegrarse por completo sin dejar huella alguna. La burbuja, pues de eso se trataba, venia seguida de una gemela en proporciones que tuvo el mismo fin espontáneo que su predecesora. Una tercera burbuja me hizo notar por fin a la peculiar figura que, vestida de negro, pasaba desapercibida en una oscuridad que poco a poco se disipaba con la salida del sol.
Se trataba de una muchacha o al menos eso parecía. Era difícil calcular su edad pues estaba disfrazada de mimo. En su rostro pintado a blanco y negro se dibujaba una amplia sonrisa que a una persona de mente mas abierta que la mía le hubiese resultado tierna y encantadora, pero que en mi, en una vergonzosa actitud lamentablemente prejuiciosa, despertó sospechas. ¿A quién diablos le sonríe a esta hora? ¿Se habrá vuelto loca, o seré yo el chiflado?
Sostenía en sus manos un peculiar utensilio que de ves en cuando sumergía en un balde con agua y jabón para producir sus burbujas. Instintivamente volteé a ver el suelo justo debajo de ella buscando un recipiente o un sombrero sobre el cual dejar caer unas monedas pero no vi ninguno. Da igual, pensé, a estas horas no puede esperar ganar dinero de las palomas.
¿Por qué lo hacía entonces? Como si hubiese leído mis pensamientos volteó hacia mí, dedicándome su enorme sonrisa blanca y en un movimiento que me resulta imposible de imitar dejo escapar una enorme burbuja que se dirigió justo hacia donde me encontraba. Debí de haberme visto ridículo, de pie, en medio de Plaza Mayor, mientras que una enorme burbuja se dirigía lenta pero certeramente hacia mi rostro para terminar reventando en mi nariz.
Lo único que pude hacer fue cerrar los ojos. No me hubiese sorprendido en absoluto abrirlos sólo para darme cuenta que la chica de las burbujas había desaparecido, pero ahí estaba de espaldas hacia mí y preparando otra burbuja.
Eso era todo lo que hacía, sonreír y soltar burbujas al aire una tras otra, siempre con la misma elegancia. Como si ese acto no constituyera un pasatiempo, era un oficio. ¿Que fin perseguía? ¿A quién le dedicaba una labor tan efímera a esas horas? A nadie probablemente, era simplemente su trabajo embelesar la Plaza Mayor en las primeras horas del alba para el deleite de una audiencia inexistente; bueno, no del todo, yo estaba ahí.
Unas horas después, ese mismo recinto donde solo nos encontrábamos ella y yo, el estupefacto espectador y la alegre lanza burbujas, se llenaría de muchos otros mimos, payasos, actores, poetas, músicos, bailarines. Toda una gama de histriones que representan en gran medida el atractivo cultural y turístico de una ciudad. Su presencia contribuye a darle a las viejas ciudades de Europa (pues no sólo en Madrid se les ve) un aire un tanto mágico, propio de una feria renacentista o de una puesta en escena.
En este mismo recinto donde nos encontrábamos la chica de las burbujas y yo, un hombre vestido de verdugo fingiría cortar cabezas con hacha de plástico, un gato gigantesco saldría sistemáticamente de un enorme cubo de basura. Un ángel con las alas rotas contemplaría eternamente el cielo al que no puede volver. Sin olvidar por supuesto a la mujer de barro la cual permanece perfectamente estática bajo una dura capa de fango durante doce horas bajo el infernal sol veraniego de Madrid.
Estos son sólo algunos de los personajes que, para deleite de la muchedumbre (sean o no turistas) le dan un toque de originalidad a la ciudad y no sólo eso, también parecen estar contando su historia. En muchos casos, las interpretaciones de estos artistas nos sugieren un poco más que un mero entretenimiento fugaz o una atracción turística menor. Si una de las funciones del arte, y esto se presta a discusión, consiste en retratar la realidad social mediante la propia experiencia del autor, ¿que nos sugieren las interpretaciones de artistas callejeros?
Una cosa es cierta. Desde el precipitado declive de la economía mundial y el consecuente asenso de la taza de desempleo, las calles de Madrid, capital del país europeo con mayor índice de desempleo, se han visto cada ves más pobladas por estos artistas; que con el nada menospreciable fin de conseguir un poco de dinero para llegar a fin de mes, se untan maquillaje, visten disfraces y se arman de todo el ingenio que puedan concebir para ganar unos euros.
Para ellos una idea original y de fácil asimilación es más que un capricho artístico con el cual recibir la adulación de los críticos, es un asunto de supervivencia. Y mientras que los transeúntes con sus cámaras Reflex se maravillan con las peripecias de un grupo de bailarines de flamenco o un par de auténticas estatuas humanas representando con conmovedor realismo "La piedad" de Miguel Ángel. En algún lugar, el contador de una gran empresa que se fue a la quiebra, el fabricante de un modelo de coches descontinuado o un arquitecto sin empleo por la caída del sector inmobiliario, estarán sacando del armario sus viejos zapatos de mimo, probablemente un viejo recuerdo de sus días de teatro en bachillerato o una vieja harmónica con la que treinta años antes soñaron con imitar a Bob Dylan y saldrán a la calle, a buscar un sitio adecuado, (de ser posible lejos de sus viejos compañeros de trabajo) donde atraer turistas, y empezarán una nueva vida como artistas ambulantes.
En ocasiones, la misma naturaleza del acto que representa parece reflejar la situación en la que se encuentran. Como es el caso de un Charlie Chaplin a punto de devorar las cintas de sus botas como lo hiciese el verdadero actor en la película "La quimera de oro" ¿Es quizás un comentario social de la desesperación a la que se ven forzadas a llegar algunas personas con el fin de sobrevivir en estos tiempos? Me hubiese encantado obtener una respuesta de él, pero estaba tan quieto y mudo como una estatua. Un buen mimo, me dije, tiene que serlo para permanecer impasible bajo el sol de mediodía. Las inclemencias meteorológicas son sólo una de tantas incomodidades a las que se atienen.
Algunos se convierten en el objeto de burla de los transeúntes, como la "Lavandera" que acuclillada en medio de una calle peatonal representa mediante gestos y movimientos acompasados las arduas labores de limpieza realizados por el sexo femenino a través de los siglos. El letrero que yace a sus pies, nada menos que una invitación a todas las mujeres para que se liberen de la opresión del hombre, se convierte en un amargo e irónico testimonio de una situación que aun esta lejos de remediarse ante la lluvia de insultos y declaraciones sexistas de un grupo de turistas.
También objeto de burla ha sido el peculiar "hombre araña" que vistiendo un ajustado traje de licra, luce una prominente barriga, blanco de las socarronerías de la gente. Sin embargo, a él no parece importarle en absoluto, él sabe que llamar la atención de la gente es la mejor forma de ganarse unos céntimos.
Algunos la obtienen apelando al más sublime de los sentimientos, otros, incitando la risa. ¿Es esto lo que imaginaron hacer cuando entregaron su tesis doctoral? seguramente no, pero tal vez es lo que soñaron hacer muchos años antes, cuando pedían aventón en la carretera Madrid-Barcelona con un estuche de guitarra y cien pesetas en el bolsillo.

Los artistas ambulantes han existido durante siglos. En los últimos años se les ha visto menos sea porque abandonan su vocación o porque la ejercen en los rincones más oscuros de las grandes ciudades. Ahora, sin embargo, han vuelto a salir a la luz. Se les ve en las principales avenidas, afuera de las iglesias, de los teatros, en cualquier sitio concurrido o turísticamente atractivo. Cuando nos topamos con uno de ellos, particularmente con uno muy talentoso, nos maravilla que estos personajes aun existan en el siglo XXI y no sean sólo un recuerdo de los viejos romances.

Quizás llegue un día en el que se disipe la pesadilla laboral en la que vive el mundo, quizás llegue el día en que el bardo vuelva a su banco, el Sancho Panza a su despacho y el poeta ambulante a su consultorio. ¿Volverán a ser iguales las cosas? ¿Para ellos y para quienes dependemos de ellos? eso no lo puedo responder, pero estoy seguro de que en alguna otra plaza de Europa a las seis de la mañana el sol brillará de nuevo sobre un objeto cristalino, a veces redondo a veces amorfo que se desintegrará en algún punto indefinible cerca del suelo pero apuntando hacia el cielo. Y la chica de las burbujas seguirá sonriendo hasta poco antes de desaparecer a la primera señal de vida humana... Pop.

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