jueves, 15 de enero de 2009

lapsus brotus (segunda, y última, parte)

Rigo. Rigo. ¿Qué pedo, caon? Con un chasquido de los dedos de Leo, Rigo despertó de su trance.
- ¿Qué tranza, dónde estamos? ¿Dónde está la morra?
- ¿Qué morra?
- Precisamente, ¿qué morra? ¿Quién era esa que me salvó?
Leo asintió como si entendiera la situación a la perfección.
- ¿Otro de tus trances?
- Me temo que sí. – dijo Rigo, volteando hacia Leo con la mirada más seria.
- Bueno, ya llegamos, bájate.

Salieron del vehículo y se encaminaron al bar donde las chicas, amigas de Leo, los esperaban.
Llegaron al bar después de pasarse por otro lugar donde estaban tocando una muy buena rola de Stevie Ray Vaughn. A pesar de la insistencia de Leo de ir con las chicas ya que los estaban esperando y... eran chicas, no pudo negarle a Rigo quedarse a escuchar la rola.
Hubiera sido como quitarle un dulce a un niño y mirar esos ojitos llorosos que no comprenden por qué se les quitan las cosas que más desean en la vida, al menos en ese momento. Con todo y que Leo sabía que Rigo callaría estoicamente y que lo acompañaría al bar con las chicas, se quedaron a escuchar la canción. Digo, ¿qué más da una canción? Aparte ya se está acabando, decía Rigo en pos de su defensa. Y el bar está aquí a la vuelta, culminaba.
La rola acabó como en quince segundos y, ahora sí, procedieron a su cita con las chicas. Estas estaban ubicadas en la esquina de un bar tranquilo del centro de la ciudad, a donde acudían a menudo los “intelectuales” y los pousers” que se la pasaban hablando de la nueva novela de Gabriel García Márquez y de lo grande que era tal filosofía de Nietzche, cosa que en este relato no importa pa pura madre.
Eran suficientes como para tener que juntar tres mesas para caber todas en un solo sitio y poder convivir juntas sin sentir esa separación que proponen las mesas alejadas. Rigo pasó a saludar a las chicas, presentarse y tomó asiento en un extremo de la mesa. Leo hizo lo propio y se sentó en el otro extremo de la mesa.
Ahora sí, los amigos separados por las mujeres tenían sólo su elocuencia y galantería para sobrevivir en ese salvaje, incongruente (para millares de hombres) y maravilloso mundo de las mujeres saliendo a parrandear.
Después de comenzar a platicar con una chica, otras dos llegaron a sentarse.
- Pues mira, Rigo, Ofelia también es escritora, ustedes se llevarían bien. – presentó una de las chicas a la recién llegada.
Rigo, presentando su mejor sonrisa se levantó y estrechó la mano de Ofelia.
- Tanto gusto, yo soy Rigoberto.
- Ofelia.
- Ya me dijeron que te gusta escribir. ¿Qué escribes?
- Bueno... tú sabes, pendejadas. – contestó, haciéndose la importante.
- Claro. ¿Qué no lo hacemos todos?
- No soy tanto escritora, pero me vivo entre un círculo de escritores, poetas, músicos, artistas, tú sabes...
- Órale, ¡qué chido! Pues puedes añadir a una persona más a tu círculo de músicos poetas y locos.
- ¿A quién?
Oh, rayos, pensó Rigo, aquí espero y no sea una de “estas”. De estas que se toman todo este rollo de la artisteada tan en serio, exclusivo y pomposo que acaban por darme tanta, pero tanta hueva, que ni pa´ qué hablaba, caray. Pero bueno, aquí vamos.
- Pues a mí, claro.
- Tú no eres un artista.
Chingas, pensó Rigo. Sí es de esas.
- Un artista no diría que lo es. Simplemente lo sería.
- Claro.
- Aparte, no puedo añadirte en mi círculo de amigos artistas hasta que vea alguna de tus obras. ¿Qué haces, escribes?
- Escribo. - contestó asintiendo, haciendo esmero por no poner la cola entre las patas.
- Bueno, pues hasta no ver lo que escribes es que podré decir si eres escritor o no.
- Mira nomás. Suena lógico. Nunca me habían pedido que escribiera algo para poder darme ese, tan anhelado, título.
- No todas somos unas facilotas, querido. – dijo, con la más arrogante de las expresiones.
- Afortunadamente existen mujeres como tú que nos hacen la vida imposible a pendejos como yo que creemos que con dos tres palabruchas y versos baratos podemos encandilar a cualquier chica.
- Ándale.

Por consiguiente, para no seguir con la sosa conversación, Rigo se levantó, se paró en su silla y declamó una fracción de “La vida es Sueño”, esa misma fracción que siempre declamaba en cotorreos, por lo que Leo ya casi se la sabía de memoria, así como muchos otros de sus amigos.

- ... y los sueños, sueños son.
Rigo se bajó y alzó su copa al llamado de Leo, quien desde el otro lado de la mesa seguía la declamación. ¡Salud!
- Eso no es tuyo. – recriminó Ofelia.
- Claro que no, pero ¿apoco no me salió bien chido?
- Pues... te diré.
- No hace falta, soy consciente de mi grandeza. – dijo y prosiguió a pellizcar del plato con aceitunas.
- No, pues eres todo un artista. – siguió Ofelia, como para tener la última palabra. – Como si el mundo fuera un espejo y tú fueras lo único que existe, y haces todo para ti. Narcisistas hasta la muerte.
Rigo estuvo a punto de entablar la plática de que Narciso no hubiera sido Narciso de no haber sido por su peculiar muerte, y que Narciso, de pobre o jodido no tiene nada. Murió mirando lo más hermoso que pudo haber mirado en el mundo, ¿qué hay de malo en eso?. Prudentemente, Rigo prefirió no seguir con esa conversación, encontró que las aceitunas eran más deleite.

- Hola. – saludó cortésmente una morenita de sonrisa sincera y permanente; cabello negro, quebrado y extendido hasta la mitad de su espalda; ojos de azabache con mirada inquieta; de finos rasgos, la mujer, aparentando menos de sus 22 años.
Rigo estaba empinándose su botella de cerveza. Miró a la recién llegada y sin dejar de tomar, levantó su mano derecha y agitola, contestando el saludo. Tras acabar el último trago, bajó la botella y suspiró, su mirada se perdió idolatrando a esa divina creación de la refrescante bebida de cebada.
- Hola. – ahora sí. – Yo soy un pendejo.
- ¿Un pendejo? – se sacó de onda.
- Según tu amiga. No me presentaría como tal, pero según ella, eso me hace ver más noble.
- Yo no dije eso. – interrumpió Ofelia.
- No hizo falta.
- Ash... como quieras – exclamó, pensando en lo pendejo que era Rigo.
- Gracias, entonces... – dirigiéndose a la morenita. - ¿Me veo más noble o más pendejo, todavía?
Ella sonrió. Buena señal, pensó Rigo.
- No te llames así, yo no creo que seas un pendejo.
- Gracias, - contestó, haciendo reverencia, según él muy galante. – pero no me conoces, y sólo estoy cotorreando, no es cosa seria.
- Bueno. – ella sonrió para pasar a otro tema. – Yo soy Lucille.
- Órale, ¡qué chido! ¿Es por...?
- Por la guitarra de B.B. King, mis padres son muy fans.
- ¿Y qué tal tú?
- Pues... me gusta, y me gusta su guitarra.
- Si, ps cómo no. Yo me llamo Rigoberto.
- Mucho gusto, Rigoberto.
- Igualmente, Lucille, - sonrió ampliamente. – me gusta tu nombre.
- Gracias, a mí también. ¿Quieres tomarte mi cerveza? Es que ya me está durmiendo.
- Bueno... pues... me sacas de onda. Se supone que yo soy el que tiene que invitarte un trago, pero bueno, claro que me la tomo. ¿Estás desvelada, o qué?
- No, es que la cerveza me duerme.
- Será que sólo tomas una, que no es ninguna. ¿Dos?, para la tos. ¿Tres?, de una vez y ya vas entrando en calor... diría Alex Lora.
- Pues si con una me ando durmiendo... imagínate con dos.
- Hasta que no te las tomes, seremos ignorantes en el asunto.
- Prefiero un tequila preparado, o vodka.
- Naturalmente.
Ella hizo otra sonrisa que Rigo ya identificaba como la pauta para otro tema.
- Está muy bonito el poema que declamaste.
- Sí, Calderón de la Barca era muy bueno.
- ¿Y tú, no escribes nada?
- Por ahora, nada, tengo la maldición del escritor bloqueado y la hoja prolongadamente blanca.
Se guardó un silencio contemplativo. Ella intentando descifrar algo de él mientras que él pensaba qué decir. Cada vez que Rigo pensaba en qué decir era porque la chica le intimidaba como le atraía. Desde cierta torcida sensiblería, le gustaban esos silencios que ellas se tomaban.

- Te voy a descubrir, ¿sabes? – rompió ella.
- No sabía que me ocultaba.
- Precisamente, voy a descubrir eso que hay detrás de esta apariencia que nos presentas.
- ¿Estas diciendo que no soy auténtico? – sonrió desafiante.
- No. Todos guardamos algo, y yo voy a descubrir lo tuyo.
- Suena... interesante – replicó sin saber lo que decía. - ¿Alguna razón en particular?
Su pregunta era similar a la confesión de quien se siente acorralado.
- Mera curiosidad.
- Órale. – dijo, desviando la mirada y asintiendo como si comprendiera una lección. Luego la volvió a mirar.
- ¿Qué? – preguntó ella.
- ¿Qué de qué?
- Me miraste como si me quisieras decir algo.
- Oh, querida Lucille, vaya que lo hice. Tendrás que aprender a interpretar mi mirada si quieres descubrirme.

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