viernes, 9 de enero de 2009

Lapsus brutus (primera parte)

Querida, ¿me prestas tu baño? Pidió Rigo después de saludar a la anfitriona de la fiesta.
- Claro, está por allá.
Excelente. Medio retiradón de la gente, y no precisamente para que no escucharan el concierto del pedorreo o el chorrito indiscreto, sino por el distinguido aroma que dejaría después de hacer su ritual herbáceo.
Vientos, hasta velas aromáticas, pensó, y después de hacer lo suyo, prendió las velas y salió del baño, ahora sí, envuelto en todos los aires de la buena onda, a la pachanga.
¿Hacía cuánto tiempo que no tenía que esconderse en el baño para darse un toque? Desde la prepa, me cae, y ahora, recién graduado de la universidad donde las responsabilidades se hacían más pesadas y paulatinamente, al tanto de cumplir con ellas, su descaro por el consumo de estupefacientes era más vivaz, volvía a reservar uno que otro comentario, actitudes y acciones. Aunque todos supieran qué se traía, o al menos lo sospecharan, no tenían problemas con ello o eran buenos disimulándolo, o ya de plano cayendo en ese típico y divertidísimo juego de hacerse pendejos. Ah, de lo lindo.
Al salir del baño se topó con una mesa de futbolito y los recuerdos salieron a flote. ¿Cuántas veces no se iban de pinta de la escuela y llegaban al estanquillo de tacos y chescos de Don Mario, donde las retas de futbolito eran casi obligatorias? Dos contra dos, hombre y mujer por equipo, no valía equipo de un solo sexo, el chiste era la pareja para que, al meter gol, el hombre se ganaba un beso, al recibir gol, la mujer le daba una nalgada. Qué lindos días aquellos...
No faltaron las retas en el futbolito, aunque la regla del beso y la nalgada no se la aceptaron a Rigo. Alcanzó a rescatar un beso en la mejilla y evitar cachetada por castigo.
Después de un rato el futbolito cansó. Rigo y Leo procedieron a la fiesta. Platicaditas por aquí, platicaditas por allá. Contar chistes, hacer pendejadas, hablarle como diosas a las damas nomás para hacerlas sentir bien, no por que lo sean en verdad, lo cual le da más mérito a uno. Cenar tamales, partir rosca y pum. Leo tenía otro compromiso y así acabó aquello.
El compromiso era con unas chicas guapetonas, amigas de Leo que lo habían citado en el centro, en algún bar. Para allá dirigieron la nave. Rigo iba en su propio viaje, intentando afinar la nueva y reluciente guitarra de Leo, hecha a mano por el tío de éste último, nada más y nasa menos que en Paracho Michoacán.
Bonita, ligera y de buena acústica, había juzgado Rigo con su limitado conocimiento de guitarras. Estaba teniendo problemas para afinarla, otra de sus tantas maldiciones. Ahora ya contaba activas: la maldición de la afinada, el bloqueo de escritor y la siempre presente, víctima de sus emociones y sentimientos.
Pues en esas andaba el buen Rigo, aflojando y tensando cuerdas, afinando su oído y poniendo por excusa que era guitarra nueva y no acababa de afinar las primeras cuerdas cuando ya se habían desafinado las últimas. Cuando de pronto y con tono de alarma...
- ¡La poli! – dice Leo.
- No mames. – exclama Rigo dándose un topetón en el techo por el susto. – ¿Qué vamos a hacer? – preguntó sobándose la choya.
- Usar nuestros poderes para que no nos detengan.
- No mames.
- Tu estate quiero y no hagas nada estúpido.
- Pta madre... ta cabrón, pero lo intentaré.
Leo estiró su mano hacia la patrulla que tenían por delante. Aléjate, dijo, aléjate de nosotros. Rigo, en su intento sobrehumano por no entrar en pánico ya sudaba frío y comenzaba a temblar.
Aléjate, aléjate, repetía Leo en su afán por repeler la patrulla sin ningún resultado aparente.
- Ya valió madre. – sentenció Rigo.
- Estate quieto. – ordenaba Leo.
La tensión aumentaba segundo a segundo. Rigo estaba perdiendo los estribos. No lograba contenerse. No podía quedarse así nomás, sentado sin hacer nada más que esperar. No podía resignarse a la contemplación de su vida. No en ese cenit de emociones que tenía. No en ese estado. No así. No, señor. No, ni madres.
- ¡Da vuelta aquí! – gritó.
Agarrando el volante, tiró de él para que el coche girara a la derecha. Leo perdió el control y antes de poder frenar ya se habían estampado con un poste de luz.
- ¡Eres un pendejo! – gritó.
Las cosas se salieron de control, la tensión salió disparada e inundó la cabina. El vértigo hizo acto de presencia y avisó su llegada con un escalofrío que recorrió la columna de arriba abajo concentrándose en el estómago. Era hora de la acción.
Los polis, al oir el choque, se bajaron de la patrulla y apuraron hacia el coche de Leo.
- Luego me pendejeas. – indicó Rigo quitándose el cinturón de seguridad. – Ahora hay que huir, ¡vamos! – y salió disparado del coche, corriendo a toda velocidad por la avenida.
- Me lleva la mierda. – exclamó Leo y salió corriendo a su vez.
Después de cinco pasos, Rigo volteó para esperar a Leo. ¡Ya no estaba! No lo habían agarrado porque los dos polis que ya corrían a por él estaban aun lejos y además, de haberlo agarrado, Rigo se hubiera dado cuenta. Había desaparecido sin dejar rastro alguno.
No había tiempo para hacer más averiguaciones, los polis se acercaban. Bueno, mi Leo, pensó Rigo, cada quien para su santo, caon, y echó a correr de nueva cuenta.
Era imprescindible salir de la calle de Allende, era grande y bien iluminada, territorio enemigo, la idea era agarrar callecitas para perderse entre la oscuridad y las vueltas y esperar no toparse con un callejón sin salida. ¡Mierda!, pensó Rigo jadeando, un callejón sin salida. Echó un fugaz vistazo para cerciorarse si podía saltarse alguna barda o escapar por algún agujero. Nada. Dio vuelta para salir del callejón esperando que los polis no lo hubieran alcanzado, apenas emprendió su carrera cuando una puerta se abrió de súbito y se estrelló con ella, cayendo al piso y quedando medio noqueado.
Intentó incorporarse y seguir corriendo pero el mundo daba vueltas. No podía dar más de tres pasos sin tropezar consigo mismo o tambalearse.
- Por aquí. – dijo una voz extrañamente familiar.
Rigo volteó en dirección de donde venía el sonido de la voz, el calor de un escondite o resguardo. Su vista estaba muy nublada y no pudo distinguir a quien le pertenecía esa silueta con voz.
- ¿Quién eres? – balbuceó, y se fue de bruces a caer en los brazos de su salvación.
Dedujo que era una mujer por su cálido tacto naturalmente maternal que todas las mujeres poseen, o deberían poseer. Por eso y por su perfume. La mujer lo encaminó a una recámara y lo sentó en un sillón. Lo examinó de arriba abajo prestando atención a su cabeza verificando si tenía heridas de gravedad. Nada, sólo había sido el golpe.
- Te voy a dar un masaje, para que te relajes. Descuida, aquí estás a salvo.
- ¿Quién eres? ¿Qué pasó con Leo?
- tu amigo está bien, al cuidado de una de mis amigas.
A Rigo ya se le pandeaba la cabeza por el delicioso masaje que le estaban dando. Cerró los ojos para dejarse llevar. ¿Acaso importaba saber qué pasaba o quién era ella si la estaba pasando tan bien? ¿Acaso es necesario interrogar las delicias, o es mejor aceptarlas como vengan? Estaba a punto de quedarse dormido.
- ¿Quién eres? – balbuceó... bendita-maldita curiosidad.
Ella se acercó sin dejar de relajarle hombros y brazos. Rigo pudo sentir su aliento y calor corporal en la nuca. Le corrió un placentero escalofrío por la espalda.
- Ya lo verás. – le susurró ella a su oído. – Nos vemos pronto.

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