Recostado en su cama, dejándose llevar por la música. Nunca había visto a nadie bailar acostado. Los movimientos eran lentos, fluidos, sin interrupciones, como si recordara cuando era feto y se la pasaba de lo mejor dentro del vientre de su madre. Pink Floyd sonaba en el aparato reproductor de música, por supuesto. Comfortably numb, para acabarla, quienes no hayan escuchado esa rola, escúchenla y pónganle atención a la letra, así se acercarán a comprender de lo que hablo.
Total, que nuestro sujeto bailaba, dejándose llevar por la música. A veces estiraba los pies y las manos como si intentando alcanzar algo que estaba frente a él, encima de él , a sus costados, en todas partes excepto dentro suyo, o tal vez al contrario, estaba tan dentro suyo, innegable naturaleza, se expandía haciendo que sus movimientos fueran respuesta a esa expansión de la materia, del misticismo, de su humanidad, de su más interno núcleo elemental.
Su madre, parada al umbral de la puerta de la habitación, miraba con detenimiento a su querido hijo. No lo estudiaba, ya sabía que estas cosas iban más allá de su poder. Quién sabe qué estaría pensando esa hermosa mujer, madre por quinta ocasión cuando tuvo a Gelacio, una hija llegó tras él. Así que en esa ocasión miraba a nuestro sujeto, Gelacio, bailando recostado en su cama. Su madre lo miraba detenidamente.
Al acabarse la canción, Gelacio dejó de moverse y quedó plano en su cama, recostado boca arriba. Su madre simplemente dijo “ay, Gelacio”, con toda la resignación tierna que una madre puede tener al ver que su hijo es lo que es, que no esconde, que no se oculta tras máscaras, muy a pesar de una familia algo tradicionalista, ese sujeto obedecía a su propia naturaleza. No se le podía regañar por disfrutar de lo que hacía puesto que lo hacía de puro corazón. Sean hierbas, sea rocanrol, sea desmadre, sean bebidas, sea música sicodélica; fuera todo aquello embutido en un entendimiento tan pleno del cual nuestro Gelacio gozaba. Así que su madre suspiró dejando escapar un “ay, Gelacio” con toda esa tierna resignación que sólo una madre puede tener al mirar a su hijo en ese estado. No era malo lo que hacía, simplemente era diferente, y su madre, lo entendía así, sabía que no había forma de cambiarlo, que había que resignarse a esa forma de ser tan pura, tan íntegra, que a pesar de cierta formación que se le había dado, había cosas que no se le podrían “moldear” por así decirlo, moldear a la forma que uno quisiera, moldear para que su entrada a la sociedad fuera más sencilla, más práctica, mejor, o lo que sea que hagan los padres amorosos con sus hijos. Pero existen ocasiones, como ésta, en que una madre o un padre tiene que resignarse con tanta ternura para poder seguir amando a su hijo por sobre ellos mismos.
“Ay, Gelacio”.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario