lunes, 22 de septiembre de 2008

El escape del loco

Clemente ya estaba muerto, tan cansados, tan cansados. Después de una noche de concierto tardío de sorpresa, de cabezas rodantes, de ambulancias que no se querían mandar, de música cabaretoza, de cerveza abundante, de clima bochornoso que a esas alturas ya ni se sentía y unas cuantas cosas más, era normal que Clemente estuviera muerto. No técnicamente muerto, pero sí muerto de borracho. Hay que aclarar que muerto de borracho viene antes del estado borrachesco conocido como “bulto”. Muerto es mejor que bulto, porque el muerto puede revivir, sólo hace falta una que otra estimulación, ya sea una sacudida, un cubetazo de agua fría, un ruido endemoniadamente extremo, o una simple presencia imponente.
Clemente estaba muerto, recargado como distinguidamente se recarga en las mesas cuando está muerto, recargado como cuando en Real de Catorce comieron peyote y luego tomaron galones de cerveza, añadiéndole un desmadre rocanrolero bien dado, en pleno bar, Clemente muerto, pero aquello fue entonces, hace ya unos cuantos meses, esto que les cuento fue de hace poco, y en esta ocasión, en cierto bar de Monterrey, ya entradas las horas de madrugada, ese bar en el que Rigoberto pretendía dar un concierto improvisado, estaba vacío.
Habían entrado ahí porque el lugar tenía un escenario abierto, con guitarra y micrófono. Rigoberto no detuvo la oportunidad para tocar. Definitivamente ya no estaba en estado para dar una buena presentación, o bueno, no de buena calidad, las buenas presentaciones no siempre implican una buena calidad. Pero a Rigoberto no le importaba, él simplemente quería tocar y dar su concierto improvisado.
Se pidieron una chela al entrar y ver el lugar vacío. Se sentaron en una mesa y procedieron, Clemente a morir y Rigoberto a colocarse en el escenario. Después de la primera rola, Rigoberto se dio cuenta de que no había gente que aplaudiera, pero como quiera pidió aplausos. Fue entonces, en esas tocaditas entre canción y canción que comprendió que el micro y la guitarra estaban apagados. Pidió que los prendieran y le dijeron que en eso estaban. Le tomaron fotos, hablaban en voz baja, se reían detrás de la barra. Luego fueron a tomarle fotos a Clemente, regresaron a reírse detrás de la barra.
Mira que gandallines tenemos aquí, pensó Rigoberto, pero no le importó. Mientras seguía dando su concierto desenchufado, iba planeando cómo voltearles la torta a esos payasitos. Digo, no es cosa rara que se la cotorrearan de un par de borrachines, pero esos cuates ya se estaban pasando de lanza.
Tras acabarse su cerveza y repertorio de rolas, Rigoberto se bajó del escenario, se acercó a Clemente, le sacudió el hombro para revivirlo. Clemente se levantó mecánicamente y miró a Rigoberto, quien lo miraba de vuelta con una mirada intensa, como si algo muy fuerte estuviera por pasar o acababa de acontecer. Levántate, sal del bar y corre. Así habló Rigoberto, con toda intención en sus palabras. Clemente se levantó, salió del bar y se echó a correr. Sin preguntas, sin previas averiguaciones, vayan ustedes a saber qué pasó por la cabeza de Clemente para obedecer tan sistemáticamente ese mandato. Tal vez no pasaba nada por su cabeza y por eso lo primero que oyó fue lo que dijo, qué flojera tener qué pensar en qué hacer, o en preguntar los típicos por qués. Parriba, pafuera y vámonos.
Entonces fue que Rigoberto empezó su actuación, cuando Clemente se echó a correr, Rigoberto se alarmó, le gritó que se detuviera, que lo esperara, que era peligroso. Salió del bar corriendo tras su amigo. Era absolutamente necesario que Clemente no escuchara a Rigoberto, porque los gritos podían hacer que Clemente se detuviera ahora sí para ver qué pasaba, y era imprescindible también, que el mesero y el hombre de la barra y el resto de los trabajadores del bar escucharan lo que Rigoberto gritaba.
Tras Rigoberto salió corriendo el mesero que los había atendido y el mamón que les había tomado fotos. Le gritaron a Rigoberto que se detuviera o que llamarían a la policía. Rigoberto volteó, se sobresaltó, regresó corriendo con sus perseguidores quienes se sacaron de onda. ¿Qué pasa, qué pasa?, preguntaba Rigoberto, ¡tengo que alcanzarlo! ¿Te estás haciendo el chistocito?, preguntó uno de los perseguidores, quien notablemente estaba sacado de onda pero tenía que preservar ese plan de altivo imponedor de su ley. ¿Quieres que llamemos a la policía? ¡La pinche cuenta, neta, perdón, ni pensé en ello! Es que no entienden, tengo que alcanzarlo. Está loquito y no puedo permitir que ellos lo encuentren antes de que yo lo haga. ¡Vamos, ¿cuánto es de las cervezas?!
El mesero ya estaba bien sacado de onda, como que quiso agarrar del hombro a Rigoberto y someterlo, pero éste se safó hábilmente. ¡No tengo tiempo para estas pendejadas! Ve y dime cuánto te debo para pagarte tu miserable dinero, este güey está loco y debo encontrarlo antes de que haga algo verdaderamente irreversible. El mesero no pudo sino entrar al bar para salir con la cuenta, Rigoberto ya había sacado la cartera bien dispuesto a pagar por lo que el mesero confió en él, pero tan pronto entró al bar, Rigoberto salió disparado, corriendo, cagado de la risa.
No sólo habían salido sin pagar dos chelas. Eran dos chelas, treinta pesos que sí tenían. No era algo tan malo lo que habían hecho, pero eso de escapárseles dos veces a los del bar no tuvo precio. Primero a la malagueña, a la de un dos tres y córrele, los meseros no los hubieran alcanzado, pero después, Rigoberto tuvo el descaro de regresar con sus perseguidores, tomarles el pelo y hacerlos quedar como unos verdaderos pendejos, y volver a huir, sin pagar la cuenta.

No hay comentarios.: