martes, 17 de marzo de 2009

De cuando me mandaron matar a un dios

De la serie “A más mamón no poder”.

De cuando me mandaron matar a un dios

La gigantesca puerta de la antesala se abrió. Todos sabían de quien se trataba la llegada por el lento rotar de la puerta metálica. El crujir de la madera mientras la puerta la pisaba era un sonido al que ya estaban acostumbrados los monjes genéricos que tomaban apuntes de todo cuanto sucedía en esa sala. Pobres cuates, pensé, pa´ mí que sufren más que la banda que viene a sufrir. Qué hueva ser un contador numérico. Sumar, restar, siempre apurados porque las cuentas “no dan”. Pero bueno, si a ellos les gustaba, presentare esos prolongadísimos aburridísimos reportes al patrón, el que pos su gusto es buey... No como los periodistas, ellos no estaban tan cerrados, tenían más libertad que los otros. Las palabras siempre han sido menos opresoras que los números.
Pero bueno, el caso es que aquellos diminutos seres sabían que yo iba a pasar por aquella puerta, no porque el patrón les hubiera avisado, sino por la forma en que la gigantesca puerta metálica se abría. Al patrón le gustaban las sorpresas, hacerla de emoción. Apenas iba cruzando el umbral y ya escuchaba los golpes, aleteos y zumbidos tanto de contadores como periodistas quienes se peleaban para acompañarme a mi chamba. Cuando puse pie en la sala la contemplé. Un largo y angosto pasillo empedrado; en ambos costados, los mismos ríos de agua negra, petróleo, le llaman los humanos. A los costados de los ríos de agua negra estaban las butacas donde reposaban contadores y periodistas, al fondo, en un trono de barro, adornado con flores de loto, garigoleados y otra tanta chuchería barroca, estaba el patrón. Bien derechito, sombrero de copa, una mano postrada en el muslo de su pierna y la otra mano descansando en su bastón. En esta ocasión, la cabeza del bastón tenía la forma de una guitarra de caja grande, estilo texana, dorado, el color.
El patrón estaba atento, inamovible, sereno como estatua. Yo me quise poner a su nivel y di un paso, bien derechito, haciendo sonar mis botas. Cuando escuché el gorgoteo supe que no la iba a pasar bien.
Guru-guru-glo-glo-glo... ¡Splash! Dos bolas de fuego salieron por ambos costados del pasillo, de entre el agua negra. Se levantaron haciendo un arco por encima de mí y al llegar al punto álgido, descendieron como proyectiles queriendo quemarme. Me eché un clavado al frente y salvé mi hermoso trasero de ser calcinado.
Los diminutos contadores y periodistas dejaron de pelear. Uno que otro cayó al agua negra. Se quedaron mudos ante el espectáculo que el patrón nos había preparado. Me incorporé sacudiendo pecho y pantalones por la mugre que se me había pegado. El patrón se carcajeaba. Aquello había sido una sorpresa, pero me impactó más el encargo que me dejaba.

- No. – reclamé. - ¿Por qué a él? Ni máis-palomas. Es más, no se puede, es inmortal, hizo un pacto.
- ¿Y qué?
- ¿Cómo que y qué? Hizo un pacto, no puede morir, no puedo matarlo.
- Claro que puedes. Si tienes mi consentimiento, puedes.
- ¿Entonces no es inmortal?
- El pacto no te vuelve inmortal, - explicó el patrón, acomodándose en su trono – el pacto simplemente te pone bajo mi protección. Protección de la cual tu nuevo encargo ya no goza.
Creo que me quedé boquiabierto. No sabía qué decir. Clamar injusticia sería ridículo ante el patrón. No quería mirarlo directo a los ojos, intimidarlo estaba fuera de mis posibilidades, y tampoco quería hacerme notar indignado cual estaba ya de sobra.
Decidí darme vuelta y retirarme, antes de que me jugara otra gacha.
- Espera.
¡Diantres! Aquí vamos...
- ¿No quieres saber por qué te elegí a ti para esta encomienda tan delicada?
Me di vuelta para encararlo. Puse la sonrisa más esplendorosa que me fue posible.
- La verdad, siendo tan sincero como puedo serlo, no quisiera saber, pero como tú eres el patrón y me lo quieres decir, adelante.
- No, en serio, si no quieres saberlo, puedes irte.
- Claro, ¿para que un monstruo marino salga por esas aguas e intente decapitarme? No, yo paso. Suficiente tengo con matar humanos.
- Sin trucos, Tiroliro. Es más – extendió su bastón ofreciéndolo – ten, pa´ que veas que mi palabra es ley.
- Tu bastón es ley, no tu palabra.
- ¡Bueno, pues ya, ¿no?! – explotó. – Deja de hacerla tanto de tos.
- ¿Cómo no hacerla de tos después de que me mandas matar a Keith Richards?
- ¿Cuál es el problema?
- Que Keith no debe morir, al menos, no ahora.
- Ah, mira qué canijo me saliste. – fingió indignación – Ahora resulta que tú dices quién se queda, quién se va y quién se viene.
Bien predije que lo que me deparaba entonces sería lamentable
- Ya parece que me quieres tumbar la chamba, Tiroliro. ¿Ps qué pasó, mano? Si yo siempre te he tratado a todísimo dar.
Por la cara que puse, anticipó mi comentario.
- Bueno... al menos puedes presumir que eres de mis consentidos. ¿Tons qué, me quieres tumbar la chamba?
- Claro que no.
- Eso es justamente lo que diría un culpable.
Lo siguiente fue pura rutina. El techo se prendió en llamas. Los guarros orangutanes del patrón bajaron en sus cuerdas. Pude haber puesto resistencia, matar a uno que otro, hacer que los contadores y periodistas tuvieran algo interesante qué contar, pero qué hueva. Era una pelea que no podría ganar.
Los guarros me sometieron y comenzaron a arrastrarme afuera, ya ni ganas de caminar tenía.
- ¡Alto! – gritó el patrón. – Ustedes, insectos, escriban: he encontrado al conspirador que quiere destronarme. Lo sentencio a la tortura de siempre. A ver si después se decide a obedecer mi mandato.
Un milenio de tortura y el patrón me volvió a llamar. Directito del agujero, me presenté en la misma sala, con los mismos periodistas y contadores genéricos, el mismo pasillo de piedra, las mismas aguas negras. El tiempo no pasó para ellos, sólo para mí. Ni oportunidad de darme una lavadita, ni de checar qué tal iban las cosas en la Tierra.

- ¿Cómo te fue, Tiroliro? – preguntó el patrón, poniendo su cara de chistocito.
Lo pude haber mandado por un tubo, pero qué mala onda sería otro milenio de tortura, no era que no aguantara, era que ya quería moverme, tener algo de acción, despertar.
- Con un milenio basta, patrón.
- Bien, así me gusta, Tiroliro. Por eso me caes re-bien, fíjate. Sabes qué es lo que te conviene.
- Me esfuerzo bastante. – seguí con su juego, aunque, más bien, los dos sabíamos que aquello era un juego para resaltar mi torpeza.
- Sí, el esfuerzo, te lo admito, Tiroliro.
Hubo un silencio prolongado, hasta las aguas negras cesaron su movimiento de remolino para escuchar. Como el patrón no decía nada, apuré mi retirada.
- Espera, Tiroliro, ahora debo decirte por qué vas a ir a matar a Keith Richards después de toda su vida y tras ese milenio que le regalaste.
Extrañamente me estremecí y sentí un verdadero orgullo por eso último. El patrón continuó hablando.
- En todo este tiempo, ¿pensaste en alguna razón para que te mandara a ti en esta encomienda, Tiroliro?
- Porque soy el mero-mero petatero de los matones.
El patrón se carcajeó, seguido por los monjes genéricos. Los periodistas reían para sus adentros.
- Buen sentido del humor, pero esa no es la razón. Tampoco es razón eso de que eres el mero-mero petatero. Hay de dos a cinco mejores matones que tú.
- en gustos se rompen géneros. – me defendí.
- “Tuché” – admitió el patrón. – Esa te la doy. Pero bueno, ya para no regalarle más tiempo de vida al señor Richards, te elegí a ti porque sabía que serías a quien más le disgustaría la idea.
- Gracias. Me largo. Permiso. – solicité mediante una reverencia.
- Propio.

* Primer paso: tomar la combi.
Ya en la Tierra, mandé al periodista a investigar a Keith para que me trajera un reporte de sus quehaceres, así yo supiera por dónde y cómo atacar. Al contador lo mandé a la morgue, a la estación de policía, y a un periódico local, para darme una idea de cómo se cometían los asesinatos en esa época, qué accidentes eran los más mortales y conocer una que otra actividad para envolverme en el medio social.
En lo que ellos hicieron aquello, yo no me quedé esperando en el hotelucho como en todas las asignaturas se hacía. Tenía que matar a alguien antes de matar a Keith. Una estúpida apuesta que hice con Tiroloco, otro matón del patrón. No había objeto como premio, ni deuda para el que perdiera la apuesta, simplemente era un juego para mantenernos entretenidos. Mi gallo era Keith, el de Tiroloco era Madonna. La eternamente joven reina del poco contra el viejo pirata del rock.
Ese tipo de agencias se hacían a menudo en la agencia. Un matón ponía su gallo contra el gallo de otro matón. No era considerado trampa matar al gallo del contrincante. La bronca se sucitaba en que al ser enviado a matar a alguien, había que formular un plan, ese plan se entregaba al patrón y había que seguirlo al pie de la letra, así que uno tenía que ingeniárselas para matar al gallo del contrincante como un medio necesario o encaminado a matar a quien te habían enviado a matar.
La pelota estaba en el aire. Descubrí, no sólo que Madonna seguía con vida, sino que era la cabecilla de una organización muy poderosa, era algo así como la reina de Maragaracay. Keith seguía tocando con sus satánicas majestades, los Rolling Stones.
Para colmo de males, aunque podía servirme, la organización de Madonna era amo y señor de todas las disqueras, se habían proclamado los Dioses del Rock y cualquier grupo que tocara blues, folk o el rock de antaño y sus principales ramificaciones era considerado un criminal. Así que Keith y los otros Rolling Stones eran unos forajidos, los últimos forajidos, según había descubierto, eran los últimos rucos que se atrevían a tocar los géneros prohibidos.
El monje periodista me llevó el reporte de Keith, para llegar a él, había que tomar la combi.

* Segundo paso: someter al chofer.
- Hazme el favor de pasar atrás y dejarme el volante.
Había hablado con toda decencia y educación, ni siquiera había sacado una pistola. El chofer dudó lo que su mente había escuchado. No daba crédito a sus oídos.
- ¿Quieres secuestrar este camión? – preguntó dubitativo, en tono de broma.
Algo no estaba bien.
- ¿Sabes quienes vienen en este camión? – volvió a preguntar, sin dejar de mirar la calle.
- Sólo me interesa un pasajero.
Entonces sentí que una enorme mano rodeaba mi cuello y apretaba para sofocarme.
- ¿Acaso seré yo, señor? – dijo el monigote mientras me levantaba del suelo.
Obviamente, los monjes que me acompañaban nada tenían qué hacer. Uno había adoptado forma de mosca y el otro e grillo, así los vería toda la misión. Siempre me han desagradado los hombres bestiales como aquel, son torpes y lentos, pero si logran pescarte como aquel bruto me tenía, podía darme por triturado.
Ya había comenzado con los siete pasos, así que debía tomar control de esa combi a como diera lugar. La cosa es que esa no era una combi ordinaria, era un camión de pasajeros donde viajaba un equipo de gladiadores. Keith iba como polizón, haciéndose el dormido en el maletero.
Después de la tremendísima madrina que me recetaron los gladiadores, me mandaron al maletero, donde, para seguirla fregando, descubrieron a Keith. Estaban dispuestos a darle una golpiza semejante a la que me dieron a mí, pero, sin los favores del patrón, Keith no acabaría sin un ojo, tres costillas rotas, boca totalmente floreada, un brazo completamente disclocado, tres dedos arrancados a mordidas y un pie chueco; como me dejaron a mí. Keith acabaría muerto. No era tanto porque iba a perder la apuesta, sino porque no podía dejar que le hicieran eso a Keith Richards, el viejo pirata del rock, su satánica majestad, ¡Keith Richards!, con un demonio.
No tengo que decir que Keith se iba a dejar matar así como así, pero sus desesperados intentos por derribar a uno de esos monigotes eran más probables de llevarlo a un paro cardiaco que a su salvación, así que, herido como estaba, tuve que entrar en acción. Para cuando acabé con todos, Keith ya se había desplomado por el cansancio.

* Tercer paso: estrellarme contra el edificio de Madonna
Tenía el control de la combi y a Keith dormido en los asientos de atrás, las cosas iban saliendo bien. Después de reforzar y blindar la combi con unos ingeniebrios mecánicos chuecos, pasamos como bólidos, hechos la raya por la reja que daba al estacionamiento del magno edificio. Los de seguridad de la caseta se enojaron por nuestra maniobra y dieron la alarma. Comenzó a llover balas.
El blindaje estaba funcionando, la reforzada logró pasar la reja, pero el motor ya era viejo y ante tanto alboroto comenzó a despedir humo negro u tronó. Los de seguridad no se cansaban de disparadnos, pero los del blindaje se la habían rifado a todo dar y las balas parecían gotas de agua. El asunto se complicaría cuando sacaran bazukas y explosivos.

- Muy bien, Keith, es hora de actuar.
Lo sacudí para que despertara y lo logré, pero andaba tan ido que decir amodorrado es minúsculamente poco.
- Yeshei amol irnasco beeelez.
No entendí palabra de lo que dijo, apenas y abría la boca. Creo que ni movía la lengua.
- Noc fiiiilllln fan.
Parecía que le costaba mucho trabajo hablar y que hacía un extraordinario esfuerzo para levantar su rostro. Sus ojos dementes estaban muy cerrados y su boca no dejaba de sonreir. No sufría, se la estaba pasando bien. ¡Bum! Nos echaron un proyectil. De buenas que el artillero tenía pésimo tino y no nos pegó directamente. El impacto pegó en el suelo donde la combi creía haber encontrado su último descanso. Salimos catapultados a una altura y velocidad increíbles, y, parece broma, con dirección al quinto piso del edificio. Woa, que montaña rusa ni qué ocho cuartos.
Aterrizamos dentro del edificio. Me encomendé a Lord Minols, héroe de la clase trabajdora de Tepenmequelmaquenpaque, quien me había enseñado a usar el látigo láser (cual ya tenía en mi mano). Grité mi famoso alarido de guerra y salí rumbo al último piso, donde, según mis poco confiables fuentes, estaba Madonna.

* Cuarto paso: la “mediconcentración”
A pesar de tener mi arma en mano, haber sido agredido, haber soltado el alarido de guerra y estar en territorio enemigo, rodeado de matones con ganas de despedazarme, no me podía lanzar al zafarrancho todavía. Encomendarme a Lord Minols, mi más acérrimo rival en alguna época era obra tardada.
Me escondí debajo de un escritorio, junto con Keith. Me coloqué en posición sentada-flor de loto y salí de mi cuerpo. Pasé por las montañas más picudas para llegar al océano donde nació Lord Minols, o más bien, donde Finolis Mulins se convirtió en Lord Minols. Encontré la ballena que usó como medio de transporte y di picada. Me mezclé entre sus jugos gástricos que me brindarían protección y ahí me estuve un rato, en calma.
Había llevado a Keith Richards a una muerte casi segura, pero tenía que volver para matar a Madonna. Viajé de regreso a mi cuerpo, listo para el zafarrancho.
Abrí los ojos, esperando estar rodeado de enemigos a quienes destruiría sin problemas, pero no, nada de ello. El lugar estaba vacío. No había gritos, explosiones ni nada por el estilo.

* Quinto paso: Encontrar a Madonna
... y a Keith, o lo que quedaba de él. Cuando salí de mi escondite vi una calidad de desmadre... ¿cómo ponerlo? Puro, absoluto, épico, caótico, indescriptible. Era como si una ola de Keith Richards en plan carnavalero hubiera pasado por ahí, pero sin señales de su satánica majestad.
Recorrí los pisos superiores uno a uno. Todos presentaban la misma apariencia, como si despertando junto con el alba, después de una noche donde nadie quedó en pie. Qué calidad de desmadre. Seguí escalando pisos hasta llegar a la azotea. Ahí se rompía el silencio. Si Keith, Madonna y todos los demás no estaban ahí, me podía dar por perdido. Tenía ante mi la puerta que daba al aire libre. La puerta donde se leía el número cien. Noventa y nueve pisos abajo y todo hecho un tiradero vacío, pasando esa puerta estaba la clave del asunto.
Estiré mi brazo para abrir la puerta y justo en ese instante sentí el resonar de una guitarra. Las ondas sonoras eran tan fuertes y sólidas que me pegaron con su magno poder y caí rodando, piso tras piso, hasta la planta baja. Qué, mala, onda. Ahora a subir de nuevo. Afortunadamente, escuché el sonido del elevador y me introduje en él para evitar los mil cuatrocientos ochenta y cinco escalones.

* Sexto paso: perder el control
Al abrirse la puerta del asensor directo en la azotea, vi que se había armado un escenario enorme. La gente estaba congregada alrededor y en unas gradas improvisadas. En el escenario, Keith afinaba su guitarra, Madonna estaba ahí también. Encadenada como si se le fuera a ofrecer como tributo a King Kong.
Cuando Keith estuvo listo comenzó a tocar. Madonna se retorcía, el público gritaba, yo fui afectado por todo ello y, vuelto un demente poseído por la música, entré al gentío brincando, gritando y buscando llegar hasta adelante. El “eslam” era sofocante, el cansancio agobiante, una tormenta eléctrica comenzó a armarse en el cielo y descendía con furia sobre la tierra. Nadie en la azotea buscó refugio. Tener tanto aparato electrónico en medio de una tormenta eléctrica era pésima idea, y más siendo que todos estábamos empapados de lluvia y sudor, y el agua que caía se había encharcado debajo de nosotros. Un rayo bastaba para freírnos a todos.

* Séptimo y último paso: Hacer sonar la guitarra de Keith
Como espectáculo de intermedio, Keith metió a una enloquecida Madonna a un amplificador grandísimo, de paredes transparente para poder ver su interior. Keith se acercó y bajó el volumen del ampli. ¿Quién nos iba a hacer los honores de hacer sonar la guitarra para explotar a Madonna?
Keith estiró su mano con el dedo índice en alto para señalar a alguien. Me eligió a mi. Subí al escenario. Cuando Keith me pasó su guitarra me sentí más poderoso que nunca. Tan poderoso como para encarar al patrón. Keith subió el volumen a todo lo que daba. Con mi mano izquierda puse el acorde de Sol, tomando cuidado de no hacer sonar la guitarra. Levanté mi brazo derecho, púa en mano. Pegué un brinco y al aterrizar rasgué la guitarra con todas mis fuerzas.
Para cuando salí de mi éxtasis, Madonna se había convertido en miles de manchas espesas, rojizas, embarradas en las paredes de dentro de un amplificador.

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